Educación en la cárcel

Recientemente el Congreso aprobó una norma (ley 26.695) que no recibió demasiada atención por parte de los medios de comunicación de circulación nacional, sumergidos en la campaña electoral. Se trata de una modificación de la ley 24.660 de Régimen de Ejecución de la Pena Privativa de la libertad con el fin de garantizar y asegurar el acceso a la educación de los internos del sistema penitenciario.

La iniciativa ?de autoría de los diputados Adriana Puiggrós y Ricardo Gil Lavedra, entre otros- no es caprichosa, sino que responde a datos duros de la realidad sobre el bajo nivel educativo de la mayoría de la población carcelaria de nuestro país. En la Argentina, según un informe del Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena de 2007, de las personas privadas de la libertad, muy pocas tienen sus estudios completos. Sobre un total de 50.980 internos sólo 2.594 habían completado su educación secundaria. Alrededor de 23.599 internos había completado únicamente su educación primaria, mientras que los internos con estudios primarios incompletos ascendían a 11.410, y 2.910 no habían recibido ningún tipo de instrucción. Asimismo, el informe señaló que 24.525 internos no tenían oficio ni profesión y que 36.801 internos no participaban de ningún programa de capacitación laboral.

Estudios privados recientes advierten que ?sobre una población de 60 mil presos, sólo el 0,5% tiene completos sus estudios secundarios?.

No sólo es una radiografía del escaso nivel educativo formal y técnico-profesional de las cárceles del país, sino que además es la prueba cabal de que el sistema penitenciario está muy lejos de cumplir su objetivo de promover la reinserción social de los convictos una vez que purgan sus condenas.

La norma reconoce el derecho de todos aquellos que se encuentren privados de su libertad a la educación pública. En ese sentido, obliga al Estado nacional, las provincias y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires a proveer una educación integral, permanente y de calidad para todos aquellos que cumplan condena en algún centro penitenciario federal de manera igualitaria y gratuita. Dispone, asimismo que los internos deberán completar la escolaridad obligatoria.

Además, crea un régimen de estímulo para los internos, permitiendo reducir, hasta un máximo acumulado de 20 meses, la permanencia en las instituciones carcelarias a aquellas personas que completen y aprueben total o parcialmente sus estudios primarios, secundarios o superiores durante el tiempo que permanezcan detenidos.

La reducción de la permanencia en prisión se calculará según la siguiente escala: un mes por ciclo lectivo anual; dos meses por curso de formación profesional o equivalente; dos meses por estudios primarios; tres meses por estudios secundarios; tres meses por estudios de nivel terciario; cuatro meses por estudios de nivel universitario; dos meses por cursos de posgrado.

Esta norma tiene como antecedente inmediato la experiencia llevada adelante en la Unidad 2 de Villa Devoto, que funciona hace ya veintiún años, con resultados contundentes: la tasa de reincidencia de los internos que asistieron a cursos universitarios no supera el 3 %, cuando la medida de las cárceles federales argentinas supera ampliamente el 40 % entre reincidentes y reiterantes, según cifras del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos.

No cabe dudas que estimular la educación es habilitar más y mejores oportunidades para aquellos que, por distintas circunstancias, se vieron privadas de su libertad. No se trata sólo de garantizar el acceso efectivo de todos los ciudadanos a un derecho como el de la educación, sino que además, resulta una política indirecta de seguridad, desarrollo y justicia para la Nación.

Diversos estudios sostienen que los egresados de institutos penales tienen un nivel de reincidencia muy bajo en los casos en los que han logrado completar algún ciclo educativo en el tiempo en que estuvieron privados de la libertad. Ello viene a demostrar lo que desde distintos ámbitos venimos señalando: con el derecho penal por sí sólo no alcanza para reducir los índices alarmantes de inseguridad y criminalidad. Se requiere de políticas de Estado integrales, con continuidad en el tiempo, que tienen mucho más que ver con la educación, la inclusión, la equidad y la igualdad de oportunidades.