Acuerdo con el FMI

De la revolución de la alegría al pantano de la desgracia

 Ya hay acuerdo y nueva deuda. Con el escenario definido, sólo resta evaluar la profundidad del trance. El gobierno confía en sostener el ánimo social, pero está claro que los trabajadores financiarán buena parte del ajuste con su pérdida salarial.

Imagen : Minutouno

Es una cuestión de imagen divergente. Para los sectores gobernantes, un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) denota el apoyo inapelable de la comunidad global. Cuantos más dólares pone a disposición la banca, mayor es el grado de confianza.

Para la sociedad argentina, en cambio, todo esto trae desazón. En mediciones casi unánimes, las encuestadoras confirman el rechazo generalizado al acuerdo con el Fondo. Aunque amarga y arbitraria, la comparación con el 2001 es un acto reflejo.

En ese sentido, es conmovedora la intención oficial de presentar el plan de ajuste tutelado como un éxito de gestión. En rigor, es posible que no tuvieran otra alternativa. Pero la honestidad también implica informarle al paciente los riesgos de la operación. Lo llaman, por tanto, sinceramiento. Uno más.

Cambiemos gusta de este tipo de eufemismos. En este caso, la descripción del panorama general ya no rebalsa de alegría, ni se prometen segundos semestres de felicidad. Habrá que hacer un esfuerzo y poner el hombro, dice la nueva receta oficial.

Ello implica sacrificar consumo, lo que no es tanto si el recorte es en bienes suntuarios. Pero si para millones la diferencia de ingresos determina los valores mínimos en términos de calidad de vida, poner el hombro significará padecer la crisis, sufrir en carne viva la carencia.

Así, esa obsesión por el déficit fiscal puede cobrarse varias víctimas. La primera será la sonrisa de vendedor de seguros con que afronta a las cámaras el propio presidente. Recortar otra decena de puntos el poder adquisitivo de los trabajadores pareciera algo más que un simple esfuerzo. El gobierno, a falta de mejores opciones, ingresará a su último año de gestión agujereando otra vez el bolsillo de sus votantes.

Y querrán, por tanto, taponar la sangría con ese otro eufemismo estrenado ayer: cláusula de salvaguarda social. El ministro Nicolás Dujovne asegura que el Ejecutivo está dispuesto a volcar 30 mil millones de pesos para evitar que los pobres sean más pobres por culpa de este acuerdo.

Suena verosímil, vale decir. Tanto así como incoherente. Se requiere mucho coraje para defender un programa económico que advierte, entre sus probables consecuencias, el entierro de un amplio sector de la sociedad en la pobreza.

En ese sentido, las organizaciones de trabajadores tendrán un papel fundamental. Cualquier sindicato negocia paritarias, de eso no hay dudas. Pero la distancia entre los puntos porcentuales de una escala salarial cualquiera y el plan económico de un gobierno es también bastante estrecha.

La intervención de la Confederación General del Trabajo (CGT) no es, por tanto, oficiosa en este extremo. El apoyo de la central mayoritaria a reclamos como el de Camioneros es parte de la tarea cotidiana, como bien apuntó este jueves Héctor Daer. Pero lo que poda paulatinamente los ingresos no es la avaricia patronal de cada sector en particular, sino un proyecto de país basado en el congelamiento de la puja distributiva.

Una buena evidencia de ello es el propio comportamiento del gobierno respecto a la reforma laboral. La gran promesa legislativa para fomentar las inversiones se convirtió en apenas seis meses en un mero instrumento de recaudación. Sólo un capítulo es innegociable para el Ejecutivo: el blanqueo de contrataciones no registradas. Es, en rigor, la única herramienta no tributaria que le podría asegurar nuevos ingresos al sistema previsional.

Puesto en crisis el anhelo de convertir a la Argentina en una gran feria de inversiones foráneas, ahora Cambiemos se contenta con –al menos– recortar el déficit fiscal. Ése será el gran slogan para la campaña presidencial de 2019: no eliminamos la pobreza, pero sentamos las bases para hacerlo en el próximo mandato.

En ese sentido, los cinco puntos porcentuales que ofrece el Ejecutivo para contentar a los distintos gremios carece en absoluto de sentido. No sólo porque los salarios continuarían por debajo de las expectativas inflacionarias, sino porque además no revierte las perspectivas de fondo: sin cambio de rumbo, los objetivos macroeconómicos del gobierno volverán a presionar el próximo año por un nuevo ajuste salarial.

Sirve, eso sí, como una nueva confirmación de prioridades: el Estado habilita un incremento en las remuneraciones privadas, pero la niega por ahora para su propia planta de personal. El reinado del ajuste impone este tipo de normas. El recorte salarial a los estatales será continuo, en ascenso e innegociable.

Blindaje con el FMI, proa hacia el déficit cero, poda de jubilaciones y mutilación violenta de las remuneraciones del sector público. Si en diciembre de 2015 el anhelo mayoritario era transformarnos en Australia, hoy apenas aspiramos a no convertirnos en la Argentina de hace veinte años.