Chile

El infierno de Érika Olivera: La abanderada en Río 2016 revela que fue abusada por su padrastro

La maratonista chilena, quien fue violada por más de 10 años, asegura que «si alguna vez ponía resistencia, no había plata para nada en la casa, no le pasaba plata a mi mamá. Vivía obligada».olivera (1)

El pasado 21 de junio la Presidenta Michelle Bachelet le entregó la bandera de Chile a la maratonista Érika Olivera, quien tendrá el honor de portarla en el desfile oficial de los deportistas nacionales en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro 2016.

Pero más allá de la alegría que significa para esta atleta de 40 años ser la abanderada de nuestro país en Brasil, Olivera vive por estos días un verdadero drama. Dos días después de ser designada para llevar la bandera nacional, Érika fue al cuartel de la PDI en Recoleta para estampar una dolorosa denuncia: que fue violada por su padrastro, el que le dio el apellido, por más de 10 años, de los 5 a los 17.

En entrevista con revista Sábado de El Mercurio, la atleta cuenta que «yo siempre le dije papá y tenía su apellido, así que para mí fue mi papá siempre. Mi hermano mayor tenía otro apellido, Oyarzún, pero mi mamá nos decía de chicos que era porque se habían equivocado en el Registro Civil. Cómo seríamos de inocentes, que lo creímos».

La infancia de los Olivera comenzó a girar casi exclusivamente alrededor del culto; los feligreses del campamento repletaban la mediagua, los domingos tenía que asistir a las prédicas callejeras y a una escuela bíblica, que duraba toda la tarde. «Era un régimen bien autoritario; teníamos que pedir permiso para comer un pedazo de pan o para ir al baño. Con 5 años hacíamos aseo, lavábamos ropa. Si hacíamos algo mal teníamos que rezar de rodillas toda una tarde contra la pared. El pastor, a mi hermano lo tomaba del cuello, lo lavaba con agua fría. A mí me tocaba lo otro».

Recuerda que «debo haber tenido 5 años la primera vez que me abusó en el campamento. El dormitorio estaba empapelado con un papel mural rojo tipo kraft, él mismo lo había forrado. Él empezó mostrándomelo como un juego, con caricias y después fue avanzando. Esa primera vez no entendí lo que pasó, era una niña, no cachaba nada. Él siempre decía que eso nadie lo tenía que saber. Pasó varias veces más y después nos fuimos a Puente Alto. Yo estaba feliz.

Creía que al irnos a una casa sólida, con más vecinos, eso se iba a acabar. Pero ahí siguió peor». Los lunes, la mamá de Érika Olivera, como esposa de pastor, participaba de las Dorcas, un grupo de mujeres evangélicas, pastoras, dedicadas a coordinar el servicio social. A la misma hora, su hija volvía del colegio a la casa de la población Carol Urzúa, aterrorizada. «Era el día más horrible. Me acuerdo caminando hacia la puerta. Estaba sonada, nomás; tenía que llegar y aceptar. Tenía que pasarlo con él. Apenas tenía la oportunidad, era llegar y llevar para él. Mientras yo no me pude defender, él hacía lo que quería conmigo».

Y agrega: «A veces, en la noche, él iba al dormitorio nuestro y ahí molestaba un poco, me tocaba cuando estaban mis hermanos. Pero generalmente las cosas se daban en el día, cuando mi mamá no estaba, porque él no trabajaba o lo hacía en turnos como inspector de micros. Después, mi mamá llegaba en la noche y yo había estado llorando todo el día. Me demoré en contarle». Ya en Puente Alto, la familia Olivera creció más: llegaron a ser seis hermanos. Felipe fue el cuarto: «Fue difícil crecer así, viendo eso, porque todos nos dábamos cuenta. Él es mi papá, pero lo que hizo es lo que hizo: él se encerraba con la Érika y sabíamos lo que pasaba ahí, lo vimos.

Éramos chicos, pero debimos hacer algo. Mi mamá fue siempre muy sumisa a él», dice a «Sábado». A los 12 años, Érika Olivera cuenta que develó por primera vez lo abusos; se los contó a su mamá. «Al otro día, este señor me dice: le contaste a tu mamá, tienes que decir que es mentira lo que dijiste. Si no lo haces no vas a ver más a tus hermanos, ni a tu mamá, te vas a ir a un internado. Yo me asusté, creía que si lo seguía acusando me iba a pasar todo eso y le dije a mi mamá que había dicho una mentira». Añade: » Pero yo tenía 12 y me seguía haciendo pipí en la cama y siempre que mi mamá salía de la casa yo le rogaba para acompañarla.

No entiendo cómo no le entró al menos la duda. Era tan fácil, cosa que me llevaran a un doctor y se hubiera confirmado todo». -¿Pero qué te respondió ella cuando le contaste? «Me dijo que ojalá que fuera mentira, porque si era verdad que él me abusaba, nadie me iba a querer, no iba a poder tener hijos ni familia. Esa respuesta me dio». -¿No volviste a contarle a nadie? «No. En octavo básico ya me sentía tan enojada que estuve a punto de contarle a mi profesora jefe, la señorita Silvia, pero empecé a pensar de nuevo: ¿y si no me cree? No me había creído mi mamá, pensé que menos me iba a creer una profesora. Debí haberle dicho». A los 12 años, Érika Olivera comenzó a practicar atletismo, lo que le significó más problemas en la casa; era, como todas las otras, considerada una actividad mundana.

Empezó de a poco, trotando al lado de la micro que llevaba a su mamá al centro de Puente Alto. Después empezó a ir al Parque O’Higgins, donde la conoció el técnico Ricardo Opazo. «Estaba a medio camino entre niña y mujer. Me acerqué a hablarle y de inmediato capté que algo no estaba bien. En apariencia era tímida, pero no era eso, era que tenía mucha desconfianza hacia los hombres, hacia todo. No hablaba nada», señala Opazo. Érika recuerda que «más grande, cuando ya no podía forzarme físicamente tan fácil, comenzó a funcionar como un chantaje. Viví chantajeada mucho tiempo. Esto fue por 11 años, no había una semana que no pasara nada. Para ir a una carrera o salir a un entrenamiento, tenía que aceptar lo que él me decía: ¿quieres esto?: sabes lo que tienes que hacer. El hacía una señal con el dedo, indicándome lo que iba a pasar, lo que íbamos a tener que hacer. Si alguna vez ponía resistencia, no había plata para nada en la casa, no le pasaba plata a mi mamá. Vivía obligada».

Pasaron los años y recuerda el día que encaró a su padrastro. «Fue muy duro, pero nunca me quebré. Le tuve que preguntar cuatro veces que reconociera frente a sus hijos que me había violado. A la última dijo: Sí. A esa altura, era lo que necesitaba. Me fui. Afuera, mi hermano me preguntó: ¿Flaca, te hace bien esto? Yo le dije que sí. No he vuelto a ver a mi mamá desde entonces». «He tenido que dar muchas entrevistas este año y en todas seguir mintiendo, repitiendo una historia que no es cierta, poniendo la cara. Dan ganas de decirle: hueón, no me pregunten más por mi familia No puedo hacer justicia con mis manos, tampoco judicialmente. La única manera de hacer justicia que me queda es contar la verdad. Los secretos pesan mucho», cuenta.

Érika Olivera se decidió, pese a que los posibles delitos podrían estar prescritos, a hacer la denuncia. Tuvo que hablar con sus tres hijas mayores, contarles lo que ella tuvo que soportar cuando tenía su edad. También con Leslie Encina, su tercer marido, con quien tiene otros dos hijos. Se llevó al hermano descompensado a su casa; lo tuvo bajo su cuidado hasta que se volvió a fugar. Su madre y su padrastro se fueron a vivir a Pudahuel con otra hija. Consultados, declinaron comentar sobre la denuncia.

Imagen : 24horas.cl