La Habana, abril.- Unas veces más ocultas, otras no tanto, hay señales que a veces van indicando que una unión amorosa puede terminar al peor estilo de la violencia. Pero, lamentablemente, esos signos no siempre se ven, perciben ni entienden con claridad.
Una historia parecida está experimentando Dalia Martínez, una profesional de 40 años, residente en la capital cubana. «Lo que estoy viviendo no me lo podía ni imaginar», se alarma Martínez, madre de una hija de 12 años, fruto de su único matrimonio con el mismo novio que tuvo desde los 18 años.
En pleno trámite de separación conyugal por rebeldía, tras 20 años de un matrimonio aparentemente «sólido y probado», esta cubana se encuentra ahora frente a un hombre que no acepta el divorcio y ha pasado de la resistencia a la amenaza, y de esta al chantaje más cruel, «con tal de no perderme», cuenta ella.
«Al principio no entendí cómo mi esposo había cambiado tanto; él no era así, de pronto tenía delante a otra persona», relató Martínez a SEMlac.
Pero luego esta mujer fue reconociendo las señales que nunca percibió: sus disgustos si ella se retrasaba hablando con sus amigas; su costumbre de rectificarle siempre todos sus errores, por mínimos que parecieran; las críticas permanentes porque hacía algo mal o de un modo que no le gustaba?
«Viví mucho tiempo de violencia y no me di cuenta, hasta que llegaron las amenazas de palabra», admite Martínez ahora.
Sus pesares ya han sido descritos por especialistas que conocen a fondo y siguen investigando el tema de la violencia contra las mujeres, una práctica basada en la cultura patriarcal y que marca la dominación masculina y la subordinación femenina en relaciones de poder autoritarias e impregnadas de contenidos sexistas.
Definida como todo acto de violencia basado en el género, que tiene como resultado posible o real un daño físico, sexual o psicológico, incluidas las amenazas, la coerción o la privación arbitraria de la libertad –ya sea en la vida pública o privada–, la violencia contra las mujeres sigue siendo un problema social y de salud vigente en todo el mundo.
«Culpabilizar a las mujeres ante fallas en la educación de los hijos, en la atención y cuidado del hogar y la familia, prohibir o interferir en un nuevo vínculo amoroso de ellas, son formas de ejercer dominio y violencia psicológica, de someterlas, de hacerlas desistir de sus proyectos personales», describe la psicóloga cubana Lourdes Fernández.
En su artículo «La violencia invisible», la profesora de la Universidad de La Habana enumera varias de esas señales que, bajo el manto del amor romántico, posesivo e incondicional, se van instalando como prácticas naturales en la vida cotidiana de las parejas.
En la lista se incluyen los comportamientos autoritarios, la intolerancia, la explotación del trabajo de las mujeres, el intercambio desigual de cuidados y placeres, el retiro del afecto, la irritabilidad, la crítica, los ataques y culpas mediante quejas, reproches y descalificaciones, que la autora califica de «alternativas hirientes hacia las mujeres, muy típicas de parejas que hacen del vínculo una lucha por el poder y una batalla real».
También hay otros actos diarios, signos de un maltrato que se expresa en ignorarlas, dejarles de hablar, generarles sentimientos de minusvalía, desesperación y dependencia, intimidarlas, imponerles ideas, controlarles gastos y dinero, invadir sus espacios o abusar de la capacidad femenina de cuidado.
A ello la especialista añade diversas «maniobras de explotación emocional que, aprovechando la dependencia afectiva de la mujer y su necesidad de aprobación, promueven en ella dudas sobre sí misma, sentimientos negativos y, por lo tanto, más dependencia».
Especialistas de diversas disciplinas señalan que todas las formas conocidas, mediante las cuales se manifiesta la violencia ?sea física, psicológica, sexual, entre otras? suponen siempre una jerarquía, una superioridad, un desequilibrio de poder.
Tan asentados están los aprendizajes tradicionales en hombres y mujeres, que la violencia «se naturaliza» y termina siendo aceptada culturalmente, como parte del poder masculino y la subordinación femenina; un precepto que se afianza con la idea de que son «actos cometidos en nombre del amor».
«Esa razón explica la invisibilidad de las formas más sutiles de violencia, de esas que no dejan huellas en el cuerpo, sino en el alma. La violencia sutil es muy efectiva porque pasa inadvertida y se ejerce a través de construcciones simbólicas muy diversas», sostiene la doctora en Sociología Clotilde Proveyer, reconocida estudiosa del tema en Cuba.
También denominadas microviolencias o micromachismos, estas formas simbólicas o sutiles de la violencia son las más extendidas y frecuentes en la cotidianeidad de las relaciones intergenéricas, y también las más difíciles de identificar.
«Son pequeños, casi imperceptibles controles y abusos de poder, cuasi normalizados, que los varones ejecutan permanentemente. Son hábiles artes de dominio, maniobras, que sin ser muy notables restringen y violentan insidiosa y reiteradamente el poder personal, la autonomía y el equilibrio psíquico de las mujeres, atentando además, contra la democratización de las relaciones», apunta el argentino Luis Bonino, coordinador del Centro de Estudios de la Condición Masculina, en Madrid.
El deterioro de la autoestima femenina y la prolongación de su estado de subordinación se mencionan como las consecuencias más frecuentes de estos actos, que perpetúan la permanencia femenina en las redes de las relaciones de subordinación.
Eso explica en parte la «tremenda sensación de vacío y frustración que experimentan las mujeres cuando descubren ‘la verdad verdadera’ de los tratos y comportamientos de algunos hombres. Lo que está debajo de ciertas palabras, insinuaciones o de lo que no se dice. De todo eso que va en los silencios y entre las palabras, entre las líneas de esas palabras y las expresiones corporales», precisa a SEMlac la periodista Aloyma Ravelo, especialista en temas de sexualidad.
Si de algo se ha convencido a lo largo de los años, recibiendo un importante caudal de cartas de mujeres cubanas que escriben a su sección en la revista Mujeres, de todas las edades y sitios de esta isla, es precisamente de cuánto influye en ellas el amor que sienten por sus parejas y el que creen que ellos sienten por ellas. Sobre todo la idea idílica del amor romántico.
«La mezcla de sentimientos y emociones que todo eso provoca les impide, muchas veces, develar, mirar con ojos nuevos y claridad merecida, el conflicto de violencia que están viviendo», explica.
«Hay algunas que, de pronto, se detienen y empiezan a vislumbrar señales que, en lo más escondido de su alma, no quieren confesarse, pero van emergiendo, saliendo a flote, y ni siquiera las reconocen como violencia», sostiene Ravelo.
Dalia Martínez está pasando por eso. Apenas está terminando de concretar un proceso de divorcio, luego de meses de no vivir ya junto a su esposo.
Conoció a un muchacho que le interesa y «es el polo opuesto del que fue mi esposo», comenta a SEMlac. «Eso me ha abierto los ojos. Me he dado cuenta de que todo no era como yo lo veía. Ahora comprendo cuántas cosas de mi relación fueron verdaderos errores», asegura.