Consejo de Investigación UNSa.

SABER y PODER DE LAS MUJERES EN EL ESPACIO PÚBLICO(1)

La conciencia de que «saber es poder» tiene orígenes lejanos en el tiempo. Desde Platón en adelante se pensó que, o bien el poder debía estar en manos de los que tenían el conocimiento, o bien el conocimiento otorgaba un poder sobre la naturaleza (la «domesticaba») y sobre seres humanos que carecían de él. Poder en este caso hace referencia a la posibilidad de dominio de uno o unos sobre otros, más que a la capacidad o facultad para hacer algo(2).

Esta relación de saber con poder tiene importancia para las mujeres porque, en la constitución de las relaciones entre los sexos, a ellas les tocó estar casi siempre fuera del saber, y por lo tanto del poder. El sistema patriarcal que aunó conocimiento y poder en el colectivo de los varones – aunque no fuese repartido entre todos por igual- se encargó de crear vínculos de solidaridad e interdependencia entre ellos para dominar a las mujeres.

La teoría feminista reflexiona sobre el poder de la sociedad patriarcal y encuentra que uno de los pilares en los que se sostiene es la exclusión de las mujeres del saber.

Podemos destacar en la noción de saber al menos dos sentidos: se puede hablar de saber como los conocimientos adquiridos a través de la educación formal, y por otro lado, los saberes sociales, que se incorporan en el proceso de socialización. Las mujeres, por vía de la división sexual del trabajo, se socializaron en el espacio privado, lo cual significó durante mucho tiempo moverse dentro de saberes y prácticas específicas asignadas a su sexo y les impidió, de diversas maneras, la apropiación de los saberes de lo público. En el caso de la educación formal, es sabido que, históricamente considerada, la escolarización de las mujeres es un hecho reciente.

Hasta nuestro siglo hay una división sexuada del saber, en cualquiera de los dos sentidos. El siglo XIX afirmó esta división y para que no quedaran dudas, la naturalizó. Las mujeres debían relacionarse con el saber sólo en función de sus tareas domésticas, saber qué hacer como esposas y madres. Los saberes teóricos y abstractos no sólo estaban fuera de su competencia sino que interferían con su función natural. No era una cuestión de derechos sino de biología

Cuando los movimientos feministas exigieron el acceso a los derechos políticos y a la instrucción para su género en nombre de la igualdad, la libertad y la solidaridad, están dando el puntapié inicial para una transformación en la vida de las mujeres. Las sociedades modernas, pluralistas, deben educar a todos, es decir también a las mujeres, y esto, como lo intuyeron claramente las feministas, incluye la posibilidad de cambiar el orden establecido, el orden jerárquico de las relaciones entre los sexos.

En la actualidad, la incorporación de las mujeres a la educación formal, en todos sus niveles, a los espacios en donde se expresan relaciones diferentes de las domésticas, ha permitido su acceso a los mismos saberes que los hombres. ¿Esto significa que ha desaparecido la división socio-sexuada del saber?. Las investigaciones sobre la elección de carreras en el nivel universitario todavía muestran una tendencia a seguir considerando como «masculinas» algunas carreras y «femeninas» otras. Es más, la propia institución universitaria se encarga, como en algún momento lo hemos podido experimentar, en «poner en su lugar las cosas». Hace algunos años, en un borrador de un folleto informativo sobre las carreras que ofrecía nuestra universidad, una de las facultades ?ingeniería- justificaba la poca cantidad de estudiantes mujeres que elegían esa profesión por la predominancia de matemáticas y física de sus asignaturas, lo que ahuyentaba al ?sexo débil?. Finalmente, el folleto no se imprimió, pero es sugestivo que sólo una de las evaluadoras observara este párrafo.(3)

Dice Nicole Mosconi (1998) que no podemos decir que hoy no exista más esta división socio sexuada de los saberes: «sigue existiendo pero se modernizó, se transformó y está como recorrida por una ideología o una creencia, que hay «saberes masculinos» y «saberes femeninos», no se trata ya de una separación radical, sino más bien tendencias, lo que tiene consecuencias en todos los niveles, incluido el del trabajo(4).

Mosconi afirma, con una perspectiva feminista no esencialista, que las definiciones acerca de ser varón y ser mujer son relativas a cada sociedad y época histórica y por lo tanto no se puede hablar de naturalezas diferentes. Esto proporciona elementos para afirmar que cuando las mujeres se incorporan al conocimiento, en cualquier campo, no producen un saber «femenino», sino que se produce una transformación del saber existente. Mosconi pone como ejemplo a la sociología del trabajo, ya que la intervención de mujeres investigadoras en ese campo no sólo ha permitido la pertinencia como objeto de análisis de una forma de trabajo no contemplada en el modelo, la que realizan las mujeres, sino que esto obliga a redefinir lo que se entiende por trabajo(5).

En el mundo de hoy ya no es posible asociar el saber con la masculinidad, pero las relaciones entre los sexos se producen dentro de un tipo determinado de relaciones sociales, lo que todavía implica la adscripción de las mujeres a determinados estereotipos de sexo, la obligatoriedad de ciertos papeles sociales y la permanencia de obstáculos no explícitos en la elección de opciones de conocimiento. El saber de las mujeres, en cuanto participan del saber común y en la transformación que ellas hacen de ese saber -como seres humanos- tiene problemas para legitimarse.

Las relaciones entre los sexos son relaciones de poder; analizarlas desde la perspectiva de género nos permite ver como en las categorías asociadas al sexo, que son jerarquizadas, el proceso de categorización no sólo «tiene una función de diferenciación sino también una función de discriminación, es decir que no tiene solo una función cognitiva sino social».(6)

Me interesa replantear el problema de la legitimación del saber cuando proviene de una mujer, fundamentalmente en el que – como dice Celia Amorós – es el espacio «natural» donde se realizan los pactos patriarcales, el espacio de la política. Entiendo política en este caso como una instancia fundamental en la vida de los ciudadanos, el campo de gestión de lo público, que incluye no sólo la regulación de lo estrictamente institucional, sino todos los espacios ligados a la posibilidad de intervenir e influir en la vida de las personas en cuanto ciudadanas y de posibilitar su participación.

¿Tienen las mujeres modos especiales de saber, de abordar la realidad desde la política, o se ajustan a las reglas de juego establecidas por los «dueños» de la política y las obedecen, inhibiendo en este espacio su capacidad, ya no qua mujeres, sino como sujetos políticos, de crear condiciones nuevas y hacer surgir problemáticas que cuando ellas no estaban no se registraban como tales?

Tomar posiciones en el espacio de lo público, hacerse visibles, sin ser discriminadas por mujeres y por estar en el lugar equivocado, les ha costado mucho tiempo y esfuerzo a quienes no quieren sólo que las políticas se hagan para las mujeres sino con las mujeres, como dice María Antonia García de León(7). La participación plena de las mujeres es todavía resistida, como lo han planteado en la actualidad numerosas políticas de alto perfil participativo. Hay quienes utilizan aun el recurso de la «diferencia» para que ellas permanezcan en algunos lugares (generalmente de servicio) y les dejen a ellos el ejercicio pleno del poder.

La condición de «privadas» de las mujeres (en el doble sentido de carentes de determinadas características y de «exclusivas» del espacio doméstico) pone trabas para que se ejercite en el campo de lo político público su saber. La experiencia de las mujeres en relación al saber es común y es diferente a la de los varones. Común en cuanto es posible para ella incorporar todos los conocimientos disponibles, y diferente en cuanto puede ser capaz de una perspectiva más «inclusiva», por pertenecer a un grupo históricamente excluido del poder.

Por ejemplo, la presencia de las mujeres ha colocado en la esfera pública problemáticas que se relacionaban con el estricto campo de lo privado, ha posibilitado mirar de otra manera el ejercicio de las relaciones marido y mujer, padres e hijos, y ha mostrado que el poder también se ejerce allí, dentro de la institución familiar, encubierto bajo otras expresiones (respeto, afecto). Además, que el ejercicio de este poder puede dañar la integridad de algunos de sus miembros, y de este modo violar derechos fundamentales.

Ha hecho visible también el lado «no visto» de algunas prácticas sociales, como la de la prostitución, rechazada a nivel de los discursos pero consentida en su ejercicio, que culpabiliza a quien la ofrece pero no a quien la consume. La ciudadanía de las mujeres como grupo se ve lesionada en estos casos, cuando las leyes tratan de prohibir que esta actividad aparezca en el espacio de lo público, no para encontrar una solución, sino para que no se vea, fomentando así la explotación privada(8).

La presencia de las mujeres puede modificar los límites entre lo público y lo privado, en tanto y en cuanto se redefinan las condiciones del espacio público. En un artículo a propósito de Hanna Arendt, Sheila Benhabib, utiliza la idea de Arendt de dos modelos de espacio público: el «agonista» y el «asociativo». El primero es el de la competencia, del reconocimiento y aclamación. «El espacio agonista se basa en la competencia más que en la colaboración; individualiza a aquéllos que participan en él y los separa de los demás; es exclusivo porque presupone sólidos criterios de pertenencia y lealtad de sus participantes».(9). No resulta muy difícil de reconocer aquí el modo tradicional de actuación política masculino. El segundo, el asociativo, no está en un lugar preciso y tiene como condición que en él se «actúe en concierto», que se pueda ejercer la libertad, y realizar una acción común coordinada mediante el lenguaje y la persuasión. Dice Benhabib que el modelo asociativo se reconoce con las experiencias políticas que han tenido las mujeres en sus movimientos contemporáneos.

La entrada de las mujeres al espacio público ha ampliado el espectro de lo que se entiende como tal; ya no hay una agenda cerrada acerca de qué asuntos son los que van a circular en el entramado de lo público, y «la lucha por saber qué incluir en la agenda pública es en sí misma una lucha por la justicia y la libertad». Es interesante señalar la postura de Benhabib porque no está pensando en las mujeres como «grupo diferenciado», o al cual haya que darles un «tratamiento especial», sino que incluye los temas que forman parte de la agenda del feminismo como parte de lo que hay que discutir, evaluar, modificar. Dice: «Todos aquéllos que estén dispuestos a ejercer el valor público y tomar parte en la actividad recíproca de los iguales políticos son miembros de la esfera pública asociativa; todas las relaciones de poder asimétricas, y no sólo los asuntos estrechos de la política pueden ser temas de conversación».(10).

Pero, ¿cómo se convierten las mujeres en iguales políticos? Numerosas feministas han planteado con lucidez la necesidad de crear, desde el colectivo de las mujeres, pactos entre ellas para oponerse al sistema corporativo masculino que existe en el mundo de la política. Se trata, como dice Celia Amorós, de la reconstrucción de un genérico a través de pactos entre mujeres, la creación de una relación de «sororidad», diferente a la de la «fratría» masculina, ya que no se plantea como la exclusión del otro, sino como la conquista de la igualdad política(11).

No es la reedición – en femenino- de espacios excluyentes (las mujeres hemos sufrido demasiado tiempo eso), ni la defensa de saberes «propios» en el sentido de ser poseedoras de un conocimiento vital peculiar, esencial, que beneficiará a la sociedad (somos pacíficas, nutricias, mediadoras, etc.), sino de un saber que, siendo propio de nuestra experiencia como parte de las relaciones de género dentro de las relaciones sociales, se propone como «incluyente» en dos sentidos: 1. incorporar al debate político temas no contemplados hasta ahora, y 2. favorecer, desde nuestras posibilidades, las políticas que tengan en cuenta las relaciones de género, para poder generar planificaciones «conscientes del género», en palabras de Naila Kaaber.

Justamente Naila Kaaber, en un interesante y esclarecedor trabajo sobre género y desarrollo(12), concluye que las políticas aplicadas al desarrollo han sido «ciegas al género» y de allí que con frecuencia e implícitamente favorecen al hombre. Por lo tanto se trata de repensar los supuestos y las prácticas, haciendo intervenir el análisis de género para entender y abordar los problemas de subordinación de las mujeres dentro de las políticas de desarrollo, y cuya propuesta es transformar las distribuciones existentes en una dirección más igualitaria.

¿Qué significa entonces incorporar el saber de las mujeres al espacio público? Desde la perspectiva feminista que asumimos, debe ser un saber que pueda ser integrado a la agenda política de la sociedad no como «cuestiones de mujeres», sino como cuestiones de justicia, de equidad, de libertad.
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(1) Publicado en Actas del X Congreso Nacional de Filosofía (Univ. Nacional de Córdoba)

(2) «El poder consiste, fundamentalmente, en la posibilidad de decidir sobre la vida del otro; en la intervención con hechos que obligan, circunscriben, prohiben o impiden. Quien ejerce el poder somete e inferioriza, impone hechos, ejerce el control, se arroga el derecho al castigo y a conculcar bienes reales y simbólicos: domina. Desde esta posición enjuicia, sentencia y perdona. Al hacerlo, acumula más poder». Lagarde, M. «Enemistad y sororidad: hacia una nueva cultura feminista». Isis Internacional, 1992. Edic. de las mujeres N° 17.

(3) Evaluadora que justamente pertenecía a la Comisión de la Mujer de la Universidad.

(4) Mosconi, Nicole. Diferencia de sexos y relación con el saber. Ediciones Novedades Educativas. U.B.A., 1998. Pág. 38.

(5) Mosconi, Nicole. Op. Cit. Pág. 41.

(6) Mosconi, Nicole. Op. Cit. Pág. 113.

(7) García de León, A. (1994) Elites discriminadas. Anthropos, Madrid.

(8) Maffía, D. Suplemento Las /12, diario Página 12, abril 1999

(9) Benhabib, Sheila. «La paria y su sombra: sobre la invisibilidad de las mujeres en la filosofía política de Hanna Arendt». Revista Internacional de Filosofía Política, N° 2. UAM-UNED, 1993. Pág. 33

(10) Benhabib, Sheila. Op. Cit. Pág. 33.

(11) Amorós, Celia (1998) ?La política, las mujeres y lo iniciático?. En Debate Feminista, Año 8, vol 17, México.

(12) Kabeer, Naila. Realidades Trastocadas. Las jerarquías de género en el pensamiento del desarrollo. Paidós. México. 1998.

FOTO: www.educatio.org.ar