A sus 21 años y tras llegar a Estados Unidos en 1951, Hiroko Tolbert tuvo la oportunidad de conocer a sus suegros.
El momento representaba una oportunidad de causar una buena impresión, así que escogió su mejor kimono para el viaje en tren al norte del estado de Nueva York.
Hiroko había escuchado que allí todo el mundo se vestía con hermosos trajes y que las casas eran muy bonitas.
Sin embargo, en vez de estar bien impresionada la familia quedó horrorizada.
«Mis suegros querían que me cambiase, que vistiera ropa occidental. Mi esposo también, así que subí las escaleras y me puse otra ropa y guardé el kimono por muchos años».
Esa fue la primera de muchas lecciones sobre un estilo de vida estadounidense que no se había imaginado.
«Me di cuenta de que viviría en una granja de pollos con gallineros y estiércol por todos lados. Nadie se quitaba los zapatos en la casa. En las casas japonesas no los usábamos. Todo era limpio allá. Me sentí desconsolada de vivir en esas condiciones».
«También me dieron un nombre nuevo, Susie».
Como muchas novias de guerra, Hiroko provenía de una familia bastante acomodada, pero no podía ver un futuro en la devastada Tokio.
«Todo estaba en ruinas debido a los bombardeos estadounidenses. Uno no podía encontrar las calles o las tiendas. Era una pesadilla. Teníamos problemas con la comida y el alojamiento».
«No sabía mucho de Bill, de sus orígenes o su familia pero me arriesgué cuando me pidió matrimonio. Yo no podía vivir allá. Tenía que sobrevivir», dice.
Y su decisión de casarse con el soldado estadounidense Samuel «Bill» Tolbert no fue bien recibida por sus propios parientes.
«Mi madre y mis hermanos quedaron destrozados al saber que me casaba con un estadounidense. Cuando me fui, la única que vino a visitarme fue mi madre. Yo pensé que no volvería a ver a Japón».
La familia de su esposo también le advirtió que la gente la trataría diferente allá porque Japón era el antiguo enemigo
Más de 110.000 japoneses-estadounidenses en la Costa Oeste de EE.UU. habían sido enviados a centros de reclusión a raíz de los ataques contra Pearl Harbor en 1941, cuando más de 2.400 estadounidenses resultaron muertos en un solo día.
Fue la mayor reubicación oficial forzosa en la historia de EE.UU., desencadenada por el temor de que miembros de la comunidad actuaran como espías o colaboradores para ayudar a los japoneses a efectuar más ataques.
Los campamentos fueron cerrados en 1945, pero en la década siguiente la tensión emocional seguía siendo evidente.
«La guerra había sido un conflicto sin misericordia con un odio y temor increíble en ambas partes», dice el profesor Paul Spickard, un experto en historia y estudios asiáticos-estadounidenses en la Universidad de California.
«EE.UU. era un lugar muy racista en esa época con muchos prejuicios en contra de las relaciones interraciales», destaca.
Por fortuna, Hiroko encontró reciptividad en la comunidad alrededor de su nueva familia en la zona de Elmira en Nueva York.
«Una de las tías de mi esposo me dijo que tendría problemas para encontrar personas que me asistieran en el nacimiento de mi bebé, pero estaba equivocada. El doctor me dijo que sería un honor atenderme. Su esposa y yo nos volvimos amigas y ella me llevó a su casa a ver mi primer árbol de Navidad».
Sin embargo, para otras novias japonesas de guerra fue más difícil acostumbrarse a un EE.UU. en el que había segregación.
«Recuerdo haber tomado un autobús en Louisiana que estaba dividido en dos secciones: blancos y negros», dice Atsuko Craft, quien se mudó a EE.UU. en 1952 a los 22 años.
«No sabía dónde sentarme, así que me senté en el medio».
Como Hiroko, Atsuko había recibido una buena educación, pero pensó que casarse con un estadounidense le daría una mejor vida que quedarse en la destrozada Tokio de la pos guerra.
Atsuko dice que su «generoso» esposo, a quien había conocido a través de un programa de intercambio de idiomas, acordó pagar para que siguiera estudiando en EE.UU.
Sin embargo, a pesar de graduarse en microbiología y de conseguir un buen trabajo en un hospital, dice que tuvo que enfrentarse a la discriminación.
«Cuando iba a buscar casa o apartamentos y me veían, me decían que ya habían sido tomados. Pensaban que yo haría bajar el valor de las propiedades. Era una situación hiriente».
Y las esposas japonesas también enfrentaron el rechazo de la comunidad japonesa-estadounidense, apunta el profesor Spickard.
«Para ellos se trataba de mujeres de vida fácil, lo que no parecía ser el caso. La mayoría de ellas trabajaban en tiendas, en la caja o almacenando productos, o en empleos relacionados con la ocupación estadounidense».
Según Spickard, entre 30.000 y 35.000 japonesas emigraron a EE.UU. en la década de los 50 del pasado siglo.
En un principio, los militares estadounidenses dieron órdenes a los soldados de no fraternizar con las mujeres locales y bloquearon las solicitudes de matrimonio.
La Ley de Novias de Guerra de 1945 les permitió a los militares que se casaron en el exterior traer a sus esposas a EE.UU., pero no fue hasta la Ley de Inmigración de 1952 que pudieron viajar en grandes cantidades.
Al llegar a EE.UU. algunas asistieron a escuelas para novias japonesas en bases militares con el fin de aprender cosas como como hornear tortas al estilo estadounidense o caminar con tacones, en vez de los zapatos planos a los que estaban acostumbradas.
Sin embargo, muchas no estaban preparadas en lo absoluto para eso.
En general las japonesas que se casaron con hombres negros estadounidense se adaptaron más fácilmente, señala Spickard.
«Las familias negras sabían lo que era estar del lado de los perdedores. Se les recibió en la hermandad de las mujeres negras. Sin embargo, en pequeñas comunidades blancas, en lugares como Ohio y Florida, su aislamiento fue muchas veces extremo».
Ahora, a sus 85 años, Atsuko dice que ha notado una gran diferencia entre la vida en Louisiana y Maryland, cerca de Washington, donde crío a sus hijos y aún vive con su esposo.
Y apunta que los tiempos han cambiado y que ahora no enfrenta ningún prejuicio.
«EE.UU. es más internacional y sofisticado. Me siento como una japonesa-estadounidense y estoy contenta de eso».
Hiroko, ahora de 84 años, coincide en señalar que las cosas son distintas. Sin embargo, luego de divorciarse de Samuel en 1989 y casarse de nuevo, piensa que ella ha cambiado tanto como el país que la recibió.
«Aprendí a ser menos estricta con mis cuatro hijos. Los japoneses son disciplinados y la escolaridad es muy importante. Todo es estudiar, estudiar, estudiar. Yo ahorré dinero y me volví una exitosa dueña de tienda. Finalmente tengo una buena vida, una hermosa casa. Soy muy estadounidense».
Pero ya no se llama Susie. Solo Hiroko.
Imagen : BBC Mundo