PROSTITUCIÓN, FEMINISMO Y ESTADO

LA PROSTITUCIÓN COMO EJERCICIO DEL PODER PATRIARCAL

Introducción

La práctica de la prostitución, dada la complejidad que adquiere especialmente en el contexto actual de Globalización -o Mundialización económica-, debe ser analizada desde perspectivas pluridimensionales: socio-cultural, política, jurídica, moral, psicológica, etc.

En virtud de la imposibilidad de abordarlo todo, este trabajo pretende explorar algunos aspectos de la prostitución procurando evitar, en primer lugar, poner a las mujeres como objeto de observación, pues ello deriva inevitablemente en la responsabilización de la situación o en su revictimización, y deja de lado el elemento siempre faltante en la investigación sobre prostitución: el cliente; y, en segundo lugar, sesgar el análisis con moralismos que puedan obstaculizar la reflexión acerca de cuáles son los cambios que una sociedad necesita para lograr una igualdad plena en dignidad y derechos entre las personas, y cuáles son las posibilidades reales de concretizarlos.

Para explorar aspectos tales como el ejercicio del poder masculino, la construcción social de la sexualidad de mujeres y varones, el Estado y su papel en la regulación de la prostitución, el lugar del cliente de prostitución -siempre invisible, pero sin el cual no existe la demanda-, es necesario partir de un posicionamiento teórico-ético que sirva como marco de referencia de las reflexiones que se proponen. Este trabajo parte de un posicionamiento que privilegia dos ejes fundamentales para el análisis: la perspectiva de los Estudios de Género y el paradigma de los Derechos Humanos. Esta elección se fundamenta en el supuesto de que, a pesar del desarrollo de una cultura de los Derechos Humanos en el mundo contemporáneo, la prostitución -en el campo de las relaciones de género y sus derivaciones en la vida pública-, es uno de los fenómenos que más refleja la estructural dominación masculina sobre las mujeres.

Prostitución y Perspectiva de Género

Los estudios de Género han puesto de manifiesto que el género es una categoría analítica que pone el acento en el carácter relacional

de las experiencias humanas masculinas y femeninas y que, como concepción, reconoce las estructuras de poder asimétricas entre varones y mujeres en la sociedad que colocan a las mujeres en situaciones de discriminación y subordinación real frente a los hombres (Carcedo Cabañas, 2001).

Hecha esta consideración inicial, se plantea que la práctica de la prostitución no es ajena a las relaciones de género, y no puede serlo tampoco respecto de la consideración de la influencia y la importancia que, como práctica e institución social, tiene en las relaciones entre los sexos.

Aunque hay diversas posturas respecto a la prostitución, el feminismo ha sostenido fundamentalmente una mirada que privilegia el aspecto de desbalance estructural de poder entre los sexos. Por ello, ha entendido a la prostitución como una institución fundacional del patriarcado.

Cecilia Lipszyc (2003) plantea que, en tanto institución fundacional del patriarcado, es una de las formas más extremas de la violencia contra las mujeres, en una cultura que construye un modelo de varón cuya sexualidad es un impulso de enorme potencia que debe ser canalizado a través de formas que están socialmente legitimadas, toleradas e incluso estimuladas. Si se entiende a esa sexualidad como irrefrenable, entonces la prostitución aparece como un modo de resolución de esa ?necesidad? masculina, frente al matrimonio monogámico que es el único espacio legítimo (de acuerdo a los patrones culturales occidentales hegemónicos). Esta necesidad sexual masculina apremiante es, en el imaginario social, uno de los motivos que justifica la prostitución de las mujeres (Magdalena González, 2009).

De esta manera, la prostitución, como institución, funciona para controlar la sexualidad humana y especialmente la sexualidad de las mujeres, siendo este control un aspecto clave en la organización social patriarcal. Así, las instituciones sociales de control, a través de la regulación de la prostitución, establecen los límites entre la sexualidad legítima y no legítima, permitida y prohibida -transgresora-, de acuerdo a una doble moral sexual que exige diferentes comportamientos para varones y mujeres. A este ordenamiento se articula la concepción presente en el imaginario social de que la prostitución y, por ende, las prostitutas son un ?mal necesario? que debe ser controlado por el Estado en pos del bien social.

El feminismo, con su lema lo personal es político, ha develado la relación entre sexualidad y organización social, y entre sexualidad y relaciones de poder asimétricas. La sexualidad, por su complejidad, no puede ser analizada de forma aislada o como un asunto individual, al contrario, debe ser considerada como una construcción social que, tal como lo afirma Gayle Rubin, ?…posee también su propia política interna, sus propias desigualdades y sus formas de opresión específicas (?). Las formas institucionales concretas de la sexualidad en cualquier momento y lugar dados están imbuidas de los conflictos de interés? (Rubin, 1989: 114).

Al respecto, Nancy C. M. Hartsock (1983), parte de la consideración de la sexualidad como construcción social e histórica que está definida a partir de la experiencia masculina y que refleja las relaciones de poder y dominación entre los sexos, y dice que en la cultura occidental contemporánea hay un grado de consenso respecto a la relación directa que existe entre hostilidad y excitación sexual. Dice ?…la dinámica de la hostilidad producida culturalmente y que estructura la excitación sexual corresponde a una sexualidad masculina que depende de la profanación o degradación de un objeto sexual fetichizado? (1983: 9). En este contexto, la prostitución es un elemento que articula la dinámica sexualidad, poder y hostilidad, en una relación donde los sujetos que participan en ella son, desde el comienzo, como diría Ana María Fernández (1993), políticamente antagónicos. Y este antagonismo está relacionado con el lugar que el imaginario patriarcal ha otorgado a las mujeres, colocándolas en una de dos categorías excluyentes: santas o putas. Esta dicotomía opera justificando las desigualdades que se erigen sobre la base de las diferencias entre los sexos, naturalizándolas, y, además, vuelve a deslizar la atención hacia el comportamiento de las mujeres sin cuestionar la práctica de quienes compran servicios sexuales, pues ellos, con esa transacción, sólo responden a su sexualidad desbordada y naturalmente poligámica.

¿Prostitución o trabajo sexual? La perspectiva de los derechos

Como ya se mencionó, la prostitución no es una práctica ajena a las relaciones de género, por ello el debate sobre la prostitución exige plantearse un juicio previo sobre si la prostitución es admisible o no, compatible o no, con un proyecto de sociedad igualitaria.

Con este punto de partida, y teniendo como parámetro el paradigma de los Derechos Humanos, se considera que la prostitución resulta contradictoria con el pleno ejercicio de los derechos fundamentales, en tanto implica una enajenación de la libertad y, por lo tanto, de la autonomía de las mujeres. Kathleen Barry (citada por Lipszyc, 2003) sostiene que la prostitución es el modelo de sexualidad como destrucción del yo, y un palpable violación a los derechos humanos de las mujeres.

Desde esta perspectiva, se considera que la prostitución no puede ser analizada aisladamente puesto que está inserta en un mecanismo de múltiples sistemas de opresión, es decir, de estructuras económicas y sexistas que crean barreras para el desarrollo en el plano personal, educativo, político y en el plano laboral de todas las mujeres.

De ahí, se parte del supuesto de que la prostitución no puede ser considerada trabajo, en primer lugar porque, tal como dice Lipszyc, la palabra trabajo no es neutra en términos de género, y en segundo lugar, porque denominarla trabajo implica legitimar y naturalizar los paradigmas patriarcales de opresión, lo que resulta contradictorio a los fundamentos mismos del feminismo, en tanto teoría política que aspira a la emancipación de las mujeres -y de todos los grupos oprimidos- para construir una sociedad de iguales.

Dice Lipszyc (2003) que legitimar y naturalizar la venta de personas para consumo sexual es una postura que, con la excusa de no discriminar a las mujeres en situación de prostitución, esconde y legitima el tráfico, la trata y el proxenetismo.

Por otra parte, Magdalena González coincide en que no se puede hablar de trabajo, ya que ?en la prostitución no existe la mediatización que implica un trabajo, pues el cuerpo y el psiquismo de la mujer son la materia prima para la realización de un acto que se desarrolla únicamente para el placer del que consume a esa mujer, a la que se le impide su propio desarrollo precisamente por esa misma práctica?. (González, 2009). Por esa razón, no se considera como válida la distinción entre prostitución ?forzada? y ?libre?, pues tal distinción significa legalizar, convalidar y reforzar la desigualdad entre los sexos.

Juan Carlos Volnovich (2006), ha invertido el punto de vista que opera sobre la prostitución señalando el aspecto invisible del asunto: la demanda, por la cual se sostiene, convalida y perpetúa la existencia de la práctica. Dice el autor que toda forma de prostitución supone el cumplimiento de imperativos patriarcales y capitalistas que proclaman el uso y abuso del cuerpo -como mercancía- a cambio de un pago. Sin embargo, a esto puede agregarse que, si bien no existen diferencias de naturaleza entre estas formas, sí hay diferencias de grado. Es innegable que, respecto a los condicionantes que intervienen en las diversas situaciones en las cuales las mujeres ejercen la prostitución, existen matices.

Sin embargo, en el debate sobre la prostitución, algunas grupos -tanto de mujeres en situación de prostitución como también algunas corrientes del feminismo- han defendido el término ?trabajadoras sexuales?, a la luz de un discurso que privilegia sobre todo la reivindicación de los derechos de quienes ?eligen? -en base a valores de libertad y autonomía- dar sexo a cambio de dinero. Este es el caso de Dolores Juliano y Gail Pheterson (citadas por Holgado Fernández, 2006) quienes, desde una perspectiva feminista pero con una postura teórica diferente, señalan que el uso de la categoría ?prostituta? no tiene validez científica porque es una variable de estatus y no de conducta. Tanto Pheterson como Juliano centran su análisis en las relaciones de poder entre los sexos y en cómo se construye socialmente el estigma de la mujer prostituta, y señalan que éste es la herramienta fundamental que perpetúa un sistema social que no permite a las mujeres ejercer su derecho a la autodefinición y al manejo de su propia sexualidad.

Para estas autoras, la prostitución es ?un fenómeno social total (…) que abre posibilidades de entender otras relaciones sociales (…) y es un síntoma visible de la situación general de la mujer dentro de la sociedad?. Por ello, dicen, es necesario desdramatizarla y mostrarla como una práctica entre otras posibles, dentro de una continuidad de experiencias que abarcan distintos grados de discriminación, con diferentes niveles de persistencia. Se reconoce en sus posicionamientos teóricos los aportes de Gayle Rubin (1989) quien, desde una perspectiva foucaultiana, cuestiona aquellas categorías de pensamiento que vuelven a deslizar la cuestión dentro de las reglas de juego establecidas por un sistema social de dominación que establece una jerarquía valorativa de categorías. De esta manera, opina que sobre la sexualidad comercial recae el estigma punitivo que condena a quienes la practican.

Por último, dicen Juliano y Pheterson, que el estigma de la prostituta legitima desigualdades y no permite la construcción de la solidaridad entre las mujeres ?categorizadas?, y esto debilita la posibilidad de resistir como grupo la subordinación estructural que compartimos.

Estos aportes arriba analizados reivindican el reconocimiento de las prostitutas como sujetas y ciudadanas a través de su propuesta de desmantelar los rótulos que las estigmatizan y los estereotipos que naturalizan la situación de la prostituta como víctima. Sin embargo, si bien es necesario correrse de una posición que reconoce como víctimas a todas las mujeres que ejercen la prostitución, se considera que, tal como dice Lipszyc, ?trabajo sexual? es un eufemismo que invisibiliza los condicionantes de la prostitución y genera las condiciones para su promoción y expansión. Coincido con la autora en que, para quienes se encuentran en situación de prostitución, denominarse trabajadoras sexuales es una estrategia defensiva frente a la situación de vulnerabilidad de la integridad física y psíquica. Además, nombrarse y organizarse para reivindicar derechos y defenderse ante la violencia (de los clientes o de quien debería proteger su integridad), es una estrategia válida que vuelve otorgar identidad a un grupo al que se le ha negado su condición de ciudadanas, pero que no modifica el orden estructural -al contrario, lo refuerza- por el cual esa desigualdad se produce y reproduce (a pesar de la adquisición de derechos).

Frente a posturas como la de Juliano y Pheterson, es interesante hacer referencia a los aportes que Carole Pateman ha hecho en su ?Contrato sexual? (1995). Allí dice que, el contrato social que instaura la sociedad civil -para los teóricos contractualistas Rousseau, Locke, Hobbes- depende de una ?escena primitiva? previa que ella llama ?contrato sexual?. Pateman intenta mostrar cómo el espacio público, las ?libertades públicas?, dependen del ?derecho patriarcal?, a partir del análisis de la consigna ?libertad, igualdad y fraternidad? de la Revolución Francesa. La politóloga analiza quiénes eran los sujetos del contrato social político: todos los hombres que nacen libres e iguales, es decir que, las mujeres quedaban excluidas/os del espacio público de los iguales, pues ellas no entraban dentro de la categoría de ciudadano. Según Pateman, ?las mujeres, lejos de ser sujetos de contrato son el objeto del contrato, o ?lo sujeto? del contrato, que es paradigmáticamente el matrimonio …? (María Luisa Femenías, 2000: 88).

Pateman sostiene, que ?la idea de que las mujeres son individuos dueños de sí mismos es una ficción de la sociedad patriarcal?, cuyo contrato sexual básico, no explícito, es que los varones tienen asegurado el acceso al cuerpo de las mujeres y parte esencial de ese derecho es su demanda de uso de cuerpos de mujeres como mercancía.

Al respecto, Pierre Bourdieu (2000) esgrime argumentos interesantes que se articulan con estas ideas. Dice que la dominación masculina se afirma -en la división sexual y sus principios eternizados por los mecanismos de las instituciones sociales- en esquemas de percepción, de apreciación y de acción universalmente compartidos, y que se imponen a todos como trascendentes. Se trata de disposiciones inscritas en los cuerpos que condicionan la eficacia de la violencia simbólica (invisible), y contribuyen a su reproducción. El efecto de esto no se produce en la lógica de la conciencia y voluntad, sino a través de los esquemas inmanentes a todos los hábitos. De este modo, el dominado no dispone de categorías de pensamiento para pensarse en su relación con el dominador por lo cual el dominado piensa como el dominador en términos de lo ?natural?.

Desde este punto de vista, si las mujeres, por ser diferentes, son desiguales a los varones en términos de poder, devendrán aún más ?desiguales? quienes son representadas en el imaginario como portadoras de un conjunto de estigmas negativos. Así, por su valoración menor, las prostitutas quedan al margen del acceso a los bienes materiales y simbólicos y, en el orden del sentido común, son merecedoras de cualquier tipo de violencia.

De esta manera, en la prostitución no existe un contrato donde las partes pactan en pie de igualdad. Lipzsyc afirma que, en estas condiciones, no existe la posibilidad de ?libertad? para ?elegir? ser prostituida, y que hablar de un contrato sexual como si fuera un contrato laboral es hablar de ?ficciones políticas?, pues se trata de meros contratos de esclavitud. Por lo tanto, ?llamar a estas relaciones ?contrato? es legitimar ?una lógica infame de dominio?. La relación entre mujeres y varones es una relación asimétrica de dominio y opresión que llega al máximo en la compra sexual de personas en prostitución? (Lipszyc, 2003: 3).

Reglamentarismo o abolicionismo

Carracedo Bullido (s/f), también opina que la prostitución, o lo que ella llama el acceso masculino por precio al cuerpo de las mujeres, es una versión más de las modalidades en que se manifiesta y asegura el poder patriarcal. Dice que el poder político siempre ha organizado el sistema prostitucional, esto quiere decir que ha participado activamente en la selección de las mujeres que habían de estar disponibles para ser usadas pública y colectivamente por los varones y cuáles eran las condiciones para tales usos. Durante el siglo XIX, dice, la normativa que justificaba la organización del sistema prostitucional se fundamentaba en una razón sanitaria, ya en el mundo contemporáneo, es el modelo reglamentarista -desde múltiples razonamientos: modernos y liberales- el que va a legitimar la prostitución.

Es evidente que el poder político no es neutral en términos de género, al contrario, revela el modo en que se entienden las relaciones entre varones y mujeres en la sociedad. Al respecto, Renata Piola (2007) dice que la postura del Estado tomada frente a la venta de servicios sexuales da cuenta del aspecto ideológico de la relación entre los géneros, así como los límites en la defensa y garantía de los derechos humanos de varones y mujeres. Señala, ?…si el Estado se preocupa por regular el matrimonio legal, y proteger los intereses de la familia legalmente constituida, también establece una serie de regulaciones respecto de otras formas de ejercicio de la sexualidad a través de diversos mecanismos punitorios legales y extralegales? (Piola, 2007: 4).

Por estas razones, el feminismo debe revisar las teorías del Estado en tanto este organismo está investido de relaciones de género. Al respecto, R. W. Connell (1991) dice que el género es un fenómeno más amplio, es interno y externo al Estado y sugiere que el Estado es el principal organizador de las relaciones de poder generizadas. Analiza el modelo patriarcal de ciudadanía desde la doctrina de los derechos y denuncia un Estado que empíricamente no es neutral en el tratamiento de las mujeres.

A partir de esto, es necesario reconocer qué argumentos sostienen las teorías que están en la base de los modelos de regulación jurídica de los Estados en materia de prostitución, para comprender y fundamentar por qué la opción más adecuada -desde el criterio acá planteado- es el abolicionismo.

Hay que tener presente que, tal como dice Ana Rubio Castro (2008), la opción entre reglamentación y abolición no es un debate sobre opciones individuales, ni sobre supuestas elecciones, es un debate político sobre modelos sociales, sobre el sistema de organización y sobre sus valores.

Rubio Castro, desde una postura feminista, ofrece -a mi juicio acertadamente- argumentos para respaldar el modelo abolicionista, destacando por qué, a pesar de algunos aspectos negativos que merecen reformas, se constituye como la mejor opción en el marco de una sociedad igualitaria.

El modelo reglamentista, explica la autora, acepta en la práctica la prostitución regulándola a través de controles sanitarios, espaciales o administrativos, para terminar legalizándola. El centro está puesto en la prostituta, y el cliente y el proxeneta quedan invisibilizados. Este modelo se fundamenta en razones de salud pública, de orden público, de protección de menores, etc., porque de lo que se trata es de asumir el control de la actividad a través de la delimitación de espacios públicos y privados y horarios permitidos y prohibidos para desplegarla.

Por otra parte, el modelo abolicionista tiene como objetivo erradicar la prostitución porque sostiene que es un atentado contra los derechos humanos y una manifestación de la violencia contra las mujeres. Este modelo no sanciona a quien ejerce la prostitución por considerarla una víctima, y sí sanciona el proxenetismo. Es criticado por los empresarios del sexo, asociaciones de prostitutas y algunos sectores del feminismo, por situarse supuestamente por encima de los derechos individuales desde un modelo de moralidad social (Rubio Castro, 2008).

Frente a las críticas que se le hacen al modelo abolicionista, la autora refiere que, si bien es cierto que aquél parte de un conjunto de principios y valores, éstos son imprescindibles para sentar una base material sobre la cual ejercer en igualdad y libertad los derechos. Dice -con acierto- que no es posible elegir libremente si no se tiene una base material igualitaria, es decir, opciones reales entre las cuales poder elegir, tener acceso a los recursos, oportunidades y méritos en pie de igualdad.

Es innegable que la ganancia de derechos no implica necesariamente igualdad en el plano material pues, tal como dice Jane Lipman-Blumen (1984), no todas las personas tienen las mismas posiciones de poder y recursos. En este sentido, la noción de igualdad parece no tener sentido para las mujeres que difieren de la norma -masculina- que define la ciudadanía. Como dice Meer y Sever ?la igualdad formal -es decir, legal- no sólo no garantiza una igualdad real sino también oculta desigualdades, porque tener el derecho legal a los derechos y recursos puede ser visto como haber ejercido derechos…? (Meer y Sever, 2004: 4).

Rosario Carracedo Bullido (s/f) afirma vehementemente -y con cierto cinismo- que la industria del sexo forma parte de ?los fervorosos partidarios de la reglamentación de la prostitución?. El proxenetismo, dice, afirma el carácter de entretenimiento o de ocio de su actividad, la que consiste en ?poner a disposición de la demanda y en el mercado una variedad suficiente de mujeres para consumo sexual?.

El cliente invisible y la globalización

Tal como ya se ha planteado en la introducción, es menester hacer un giro respecto hacia dónde se pone el acento cuando hablamos de prostitución como institución social, es decir, empezar a poner el foco -tradicionalmente puesto en las mujeres a través de preguntas acerca de qué situaciones conducen a las mujeres a la prostitución por ejemplo-, en el elemento invisible del asunto: el cliente.

En este sentido, dice Rubio Castro (2008) que la desvalorización que tradicionalmente ha recaído sobre las prostitutas nunca ha recaído con la misma intensidad en los varones-clientes, quienes se mantienen al margen de las valoraciones morales y sociales.

Volnovich plantea que ?si bien la pobreza y las desigualdades por motivos de género son las que alimentan un considerable caudal de ?reclutas? posibles y presuntamente bien dispuestas para la prostitución, la ?oferta? es el factor más transparente y por lo tanto el más visible y estudiado. En cambio, hasta ahora, la ?demanda? ha transitado encubierta por el manto de silencio que el sistema de usos y costumbres les otorgó a los varones? (J. C. Volnovich, 2006: 54). Así es como el cliente, el más silenciado e invisibilizado, es el mayor prostituyente.

El autor analiza la prostitución desde el punto de vista de la psicología de los clientes, quienes más allá de las razones que puedan aducir para justificar su acceso a la prostitución, expresan ?el reforzamiento de los valores más tradicionales del patriarcado?.

Para él, hay un aumento del mercado de la prostitución, del tráfico internacional y de la trata, que tienen una relación directa con el fenómeno de la globalización, por un lado y, por el otro, con la manera en que en el mundo contemporáneo los diversos movimientos de mujeres han interpelado el poder y el dominio de los varones en la esfera pública. Es decir, se visualiza un lento debilitamiento del patriarcado que pareciera coincidir con ese reforzamiento de los valores más tradicionales, especialmente en esos varones-clientes que expresan un estilo violento y denigratorio de lo femenino.

Es evidente que, tal como sostenía Michel Foucault en sus escritos sobre el poder (en Morey, s/f), el poder siempre implica resistencias al mismo. En este caso, las mujeres se resisten al poder masculino y éste reacciona ante esa resistencia. Sobre los mismos presupuestos, Karlene Feith (1999) dice que, siendo la resistencia un elemento que opera en la mecánica del poder, los movimientos feministas -y los grupos de mujeres prostitutas- se han constituido desde los márgenes del poder hegemónico para resistir el discurso patriarcal.

Dice Volnovich (2006) que la prostitución es el analizador primordial de la cultura actual, ya que los valores impuestos por la sociedad de consumo son llevados al límite a través del extremo de las formas de prostitución que es la explotación sexual comercial, donde los cuerpos -de las mujeres- se convierten en una mercancía. ?Cuerpos cuyo aprovechamiento y goce tiene un costo y un rendimiento que se juega en el intento fallido por reforzar la presencia del equivalente universal dinero y por restituir (si es que alguna vez lo han perdido) el poder de los varones?.

Es evidente que en el mundo globalizado, en una sociedad de consumo, se ha deslizado el consumo de los objetos al consumo de las personas. En este contexto, la prostitución es el paradigma del modelo de producción capitalista que promueve el acceso ilimitado de los varones el cuerpo de las mujeres.

Consideraciones Finales

Como dice Carracedo Bullido (s/f), la prostitución ha existido y sigue existiendo a estas alturas porque existe un explícito consentimiento social, que autoriza la cosificación de las mujeres y que autoriza, igualmente, a los hombres a hacer uso comercial de las mujeres. Y porque existe un mercado prostitucional institucionalizado que incluye un variado abanico de sectores que obtienen beneficios, legal o ilegalmente, de la explotación sexual de mujeres y niñas.

Es necesario, de acuerdo con esto, modificar los mandatos patriarcales y las condiciones que están en la base de las situaciones de desigualdad. Para estos fines, y desde los modelos de regulación jurídica arriba planteados, la prostitución no puede afrontarse desde la simple criminalización pues, a la hora de diseñar medidas, no se puede ignorar su trascendencia económica y política, ya que esto deriva en seguir reforzando el carácter inevitable de la prostitución. De acuerdo con esto, se sostiene que es necesario desmontar la ?industria? de la prostitución pero, al mismo tiempo, generar condiciones para que existan las opciones que permitan a todas las personas elegir libremente el propio proyecto de vida, y, para ello, hace falta más que ausencia de coacción.

Por otra parte, es preciso desarticular el prejuicio legitimador de la prostitución que dicta que es ?la profesión más antigua del mundo?, lo que le otorga el carácter de irreversibilidad y tiende a reforzar el carácter esencial y ahistórico con que las mujeres circulan por el imaginario social (Piola, 2007). Además, también refuerza el estigma de la prostituta como la mujer marginalizada, victimizada, incapaz de defender sus intereses, el que, por otro lado, avala su exclusión como sujetas de pleno derecho y justifica su discriminación.

Como dice Volnovich, lejos de ser la profesión más antigua del mundo, la prostitución es la violencia más antigua que se conoce (Volnovich, 2006: 53). Y para combatirla, se debe partir del principio de igualdad social y política para reprimir el clientelismo y proxenetismo, y eliminar el discurso de la vulnerabilidad de la mujer prostituta.

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