EL MAL NO ES BANAL

A propósito de la tortura

Una gran parte de las sociedades contemporáneas ha adoptado ?por lo menos en teoría- la perspectiva de los derechos humanos, lo que significa el consenso sobre la posibilidad de compartir algunos principios que se suponen comunes a toda la humanidad, y que apuntan al desarrollo de una comunidad internacional de individuos libres e iguales.

Asumir la universalidad de los derechos humanos no es fácil en la práctica, ya que pone a prueba la capacidad de cruzar fronteras culturales, de aceptar como relevante que todos los individuos ?sin excepción- son personas poseedoras de lo que se ha llamado ?dignidad intrínseca?. El principio de ?dignidad intrínseca?, dice Carlos Nino (1984:173) ?prescribe que los seres humanos deben ser tratados según sus decisiones, intenciones o manifestaciones de consentimiento?, e implica también, como extensión, tomar en serio lo que los individuos creen u opinan.

La diversidad es un ingrediente constitutivo de la condición humana que debe ser respetada y tutelada. Esto es fundamental cuando se piensa en los derechos de las minorías, ya que muchas violaciones de derechos tienen que ver con el rechazo o la minimización de ciertos modos de situarse en el mundo y proyectar planes de vida de algunos grupos humanos por parte de otros.(1)

Cuando hacemos un recorrido por lo que pasa realmente hoy en el planeta, y lo confrontamos con la hipotética universalidad de los derechos humanos, parece reforzarse nuestro escepticismo, en la medida que son más las muestras de desacuerdos, conflictos y violencia entre personas, grupos, pueblos, estados, que el camino hacia la kantiana utopía cosmopolita. Cada vez con más frecuencia, se manifiesta en toda su magnitud la actividad destructiva de lo humano, se hace presente el mal. En este sentido, la práctica de la tortura constituye una de las expresiones más pavorosas del olvido de la norma universal que establece el respeto irrestricto por el otro.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos dice expresamente en su articulo 5to. ?Nadie será sometido a torturas, ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes?. Y cuando dice ?nadie? quiere decir ningún ser humano cualquiera sea la situación en que se encuentre, o la justificación que se pretenda para el daño. La protección de la integridad física (y mental, emocional, psicológica) se presenta como un imperativo moral y político para los estados democráticos, no sólo en las declaraciones sino para ser cumplido en forma irrestricta. No es casual que la Declaración sea hecha en 1948, después de saberse en toda su magnitud los horrores de la segunda guerra mundial (asesinatos, torturas, exterminio, reducción a la esclavitud, deportación, etc.).

Los derechos humanos esenciales no suponen obligación jurídica más que para los poderes estatales. Pero en razón de la defensa explícita de la dignidad humana y del derecho a la integridad, contienen normas éticas fundamentales que limitan toda acción política y social. Esto no quiere decir, como sabemos bien, que no sigan existiendo violaciones a todos los derechos protegidos por la Declaración y las Convenciones complementarias, lo que da lugar a que pensemos muchas veces que hay una relación inversamente proporcional entre los discursos y las prácticas. Parece que ciertas acciones aberrantes no sólo siguen ocurriendo, sino que en vez de disminuir, aumentan (como hemos visto explícitamente en las terribles imágenes de torturas a soldados iraquíes). Pero, y éste es el valor fundamental de los derechos humanos, podemos denunciar a quienes los violan, por más poderosos que sean. Tenemos que tomar conciencia y saber (conocer para hacer) que somos sujetos poseedores de derechos, porque eso nos da la posibilidad de defenderlos, exigir su respeto y denunciar su incumplimiento. El proceso es difícil, algunas veces parece casi imposible, pero la posibilidad de hacerlo está planteada.

En la actualidad, vivimos la paradoja de un mundo que ha incorporado el discurso de los derechos humanos a nivel casi planetario, pero las condiciones reales de vida de millones de seres humanos se deterioran en forma creciente, de la mano de la globalización económica, impidiendo su realización. El poder se manifiesta explícita y obscenamente de la mano de países económicamente poderosos y organizaciones transnacionales, más preocupadas por acumular riqueza, aunque eso implique la violación de todos los derechos, que por participar en un esquema de distribución que haga realmente efectivo el cumplimiento de los derechos humanos.

A pesar de esto, una reflexión ética sobre el poder nos permite advertir que el poder no es sólo la posibilidad de someter, explotar, inferiorizar, controlar, castigar, en síntesis, de dominar de quienes se imponen como más fuertes (en cualquier sentido que se dé al término) a individuos o grupos considerados más débiles, más vulnerables. El poder también puede pensarse desde otro lugar, que es el del reconocimiento de los congéneres como personas, como iguales en dignidad y derechos, cuyas vidas están enlazadas directa o indirectamente con las nuestras, y por eso están afectados por nuestra acción y omisión. Lo cual implica que situaciones de violación de derechos humanos, aunque sea muy lejanas a nosotros/as, sean tomadas por todos los ciudadanos como de interés propio.

¿Qué quiere decir esto? Si bien sabemos por experiencia que no somos iguales, que la igualdad no es algo que exista de hecho, a partir de la aceptación de los principios que fundamentan la Declaración de los Derechos humanos, podemos decir que la igualdad se propone como un acuerdo a ser respetado incondicionalmente por quienes lo han suscrito, en la medida que se hace cargo del contenido ético por excelencia, el de la dignidad humana, que se asienta básicamente en la consideración del ser humano como un fin en sí mismo, y no tan sólo como un medio(2).

Se podrá objetar de nuevo que esto es fácil en teoría pero no en la práctica, porque las relaciones entre las personas, las sociedades, las culturas, los estados, son bastante complejas, y más en el mundo contemporáneo. Porque los conflictos morales se dan siempre en situaciones específicas, son contextuales, aunque las decisiones morales puedan ser evaluadas mediante criterios universales o apelando a tradiciones locales. Y porque, como dice Agnes Heller (1993), cada cual es el autor de sus actos, buenos o malos; pero uno no es necesariamente el autor de las condiciones bajo las cuales se ejecutan tales actos.

Si aplicamos la reflexión ética al caso específico de la tortura como violación de un derecho humano fundamental, el derecho a la integridad, podemos tomar dos perspectivas. La primera, desde una ética de principios, se sitúa en el reconocimiento de una común condición, la humana, que es suficiente para rechazar cualquier violación a la integridad de un miembro de la especie. Ésta es la más declarada pero la más difícil de cumplir, porque en nuestra vida moral, habitualmente tendemos a guiarnos más por la consecuencia de los actos que por el respeto a principios. La evaluación de las consecuencias como criterio que mide la moralidad de la acción es la otra perspectiva, y nos dice que una acción es buena en la medida en que promueve buenos resultados para el mayor número posible de personas.

La pregunta que se impone desde esta última perspectiva es: ¿es buena la tortura en algún caso? Hay un ejemplo extremo que suele darse para justificar la tortura: el caso de un terrorista que ha puesto una bomba en algún lugar público, con la posibilidad cierta de matar a un gran número de personas, y torturarlo es la única manera de sacar información sobre el lugar donde está colocada la bomba. Se dice que el daño infringido a esa persona salvará a muchos inocentes. Es más, algunos estados ?democráticos? han justificado, no de manera directa (ya es imposible hacerlo así), pero sí indirectamente el uso de métodos ?no convencionales? para obtener información estratégica de los enemigos y han reconocido haberlo hecho en alguna oportunidad.

¿Es eso aceptable? Admitir los argumentos del ?mal menor? en cuestiones que hacen a la integridad de las personas, nos puede hacer caer en un relativismo moral que a poco andar se hace difícil defender y que nos coloca en una situación de dilema moral radical (¿cuál es el límite de justificación del daño? ¿Cómo establecer criterios de identificación de individuos a quiénes sería lícito dañar? ¿Apelando a qué valores haríamos algo tan extremo y aberrante?…y muchas preguntas más). Consentir, no importa en nombre de qué, la tortura a un ser humano, nos instala en un lugar donde es posible la interiorización de un discurso que admite lo inaceptable, que justifica el mal. Además de ser claramente violatorio de los derechos fundamentales que nos exigimos como parte de una sociedad que acepta, como condición moral básica, el respeto irrestricto de todos y cada uno de sus miembros. Los que violen esta norma universal, no importa bajo qué justificación, deben ser castigados, moral y legalmente.

Sin embargo, somos todavía una sociedad ?en términos generales- que no ha incorporado de manera activa el respeto y la defensa de los derechos humanos, y es por eso que cuando tomamos contacto, por cualquier medio, con situaciones o imágenes aberrantes (como la de la tortura), nos escandalizamos, expresamos en palabras nuestro rechazo, nos estremecemos, pero no sentimos una identificación con la víctima de las violaciones tal que importe un cambio de creencias y actitudes. O tenemos conocimiento de alguna situación de violencia cercana a nosotras/os y no nos involucramos, no la denunciamos. Creo que debemos preguntarnos por qué.

Esa es otra pregunta nos interpela como sujetos morales, cuando aceptamos marcos morales que contemplan sólo una de las partes del contrato de convivencia entre los seres humanos: la que dice ?no dañar?, es decir la que se contenta con saberse individuos que cumplen con los deberes de buenos vecinos, buenos trabajadores, buenos padres/madres o buenos amigos, que llevan una vida centrada en los propios intereses y no consideran moralmente obligatorio ?ayudar a otros?, que es la otra parte del pacto moral humano. No porque sean ?naturalmente egoístas?, como afirmaba Hobbes, sino porque las alternativas les parecen inconvenientes, perturbadoras o actos supererogatorios, no obligatorios. Asistir como espectadores horrorizados durante algunos momentos a las desgracias que les ocurren a otros, especialmente si es lo bastante lejos, no nos impide seguir con nuestras vidas, y como dice con acierto Delacampagne (1999), si ocurren más cerca, ?con un poco de entrenamiento se aprende a no verlas?.

Las cuestiones verdaderamente morales, sin embargo, involucran un cambio de perspectiva que consecuentemente, debe implicar también un cambio en el modo de vivir. Las elecciones que hacemos en nuestra vida cotidiana son restringidas, y no nos enfrentan a opciones determinantes. Sin embargo, si en la vida moral uno de los elementos fundamentales lo constituye ser afectado por lo que les ocurre a los congéneres, debemos ir más allá del interés propio, y realizar una ?elección radical?, que cuestione los cimientos de nuestros modos de vivir cuando están en juego la integridad, la vida, o la libertad de los integrantes de la comunidad moral (Singer,1995:14), como en el caso de la tortura.

A propósito de la discusión sobre si los perpetradores de crímenes atroces en contextos políticos totalitarios deben ser castigados, Agnes Heller (1993; 147) realiza un interesante análisis sobre el mal, y dice que el mal no es una maldad moral acumulada o excesiva, que se distinga en cantidad de todas las categorías de maldad. El mal es cualitativamente diferente de lo moralmente incorrecto y requiere de un sistema muy sofisticado y consistente de autojustificación(3)

De acuerdo con Kant, Heller distingue entre el mal, que implica afirmar que lo injusto es justo y que afecta por tanto nuestra capacidad para separar el bien del mal, y el más rutinario antivalor moral que deriva de los malos deseos y las debilidades del carácter: ?El mal reside en las máximas malignas y no en los deseos o en la debilidad de carácter?. Dice Heller que, en particular, los totalitarismos están moralmente basados en máximas malignas, que se presentan como parte del discurso moral que va impregnando el comportamiento del ciudadano común. Interiorizar la idea de que está bien algo que la conciencia moral común rechaza, por ejemplo la tortura, forma parte de este modo de operar del mal.

En un lúcido artículo sobre el papel de EEUU en la invasión a Irak, la escritora Susan Sontag(4) comparte esta idea, cuando se pregunta hasta qué punto los habitantes de EEUU no han aceptado casi sin condena las imágenes de las torturas a los prisioneros iraquíes, como si fuera una forma de divertimento, a partir de una ?normalización? de la barbarie que se da en la vida cotidiana. Los videos juego de violencia extrema, los rituales con brutalidades físicas y humillaciones sexuales institucionalizadas en las escuelas, universidades y equipos deportivos, se convierten en un buen espectáculo. Algunos medios de comunicación norteamericanos se refirieron a las torturas como ?descargas emocionales? de soldados sometidos a la presión de la guerra. Dice Sontag: ?es probable que buena parte de los estadounidenses prefiera pensar que está bien torturar y humillar a otros seres humanos ?los cuales, en calidad de enemigos putativos o presuntos, han perdido todos sus derechos- que reconocer el disparate, la ineptitud y el timo de la aventura estadounidense en Irak?.

La justificación moral de lo injustificable, de lo que no sólo la razón moral kantiana rechazaría como algo imposible, sino también el sentimiento moral ?en un sentido humano- únicamente es posible dentro de este esquema de enajenamiento, de negación del otro/a como ser humano, excluyéndolo del universo moral en el que, si bien bajo distintas condiciones, todos/as estamos incluidos/as.

Probablemente la tortura, explícita o encubierta, no desaparezca por mucho tiempo de nuestras sociedades, hasta que podamos reconocer en los otros, en el otro diferente, a un otro como nosotros, con el mismo derecho a realizar sus proyectos, y a vivir con dignidad, porque ?no es el Hombre sino los hombres quienes habitan en este planeta: la pluralidad es la ley de la tierra? (Arendt, 1993).

Al imperativo categórico kantiano que prescribe el recíproco reconocimiento que convierte en fines en sí mismos a todos los seres racionales, hay que sumar, como él hizo, un imperativo de esperanza, el imperativo ?elpidológico?(5), que nos alienta a trabajar en una educación en derechos humanos, aunque no veamos al corto plazo resultados, porque ésta nos permite ofrecer más y mejores razones para la humanización de la sociedad. Es una tarea difícil, pero vale la pena.

(Trabajo publicado en Temas de Filosofía 9 ? CEFISa)

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(1) Mucho se ha hablado de las limitaciones del universalismo de los derechos humanos, fundamentalmente en el sentido de ser una perspectiva que erige como principios universales los establecidos por quienes tienen el privilegio del reconocimiento o del poder: la universalización de su propio particularismo y la dilución de los otros en él. El caso de la extensión del principio como respeto por la diversidad intenta hacerse cargo de esta limitación.

(2) Javier Muguerza afirma que la tercera formulación del imperativo categórico implica ?Kant lo hubiese explicitado así- que la ?dignidad humana? no necesita ser sometida a votación ni consensuada de ninguna otra manera, pudiendo ser reivindicada por quienquiera que en su conciencia crea que se ha atentado contra ella. En Olivé, L. (1999) Multiculturalismo y pluralismo. México, Paidós.

(3) ?Un mal carácter opta por cometer una injusticia antes que sufrirla; hace una excepción para sí mismo. Pero no inventa principios para hacer bueno lo malo? (Heller, pág.151).

(4) Sontag, S (2004) ?Imágenes torturadas?, en Revista Ñ 35, mayo 2004)

(5) Ver Aramayo, R. (2001) Immanuel Kant. Madrid, Ed. Edad.