LAS MUJERES Y EL BICENTENARIO

El derecho a tener derechos: un largo camino para las mujeres

?Me gusta escuchar desde la ventana de mi casa el taconeo de las mujeres, la seguridad con la que caminan. En mi época, hasta en eso se notaba la sumisión de la mujer: parecía que sus pasos no dejaban huellas, eran silenciosos…? Alicia Moreau

La conmemoración del bicentenario de la Patria nos ha convocado a
pensar también sobre la vida de las mujeres de nuestro país en estos
dos siglos, qué les ha acontecido y qué es dable esperar en el futuro.

Lo primero que hay que decir es que las mujeres en nuestro país
no han escapado de la situación de desventaja social y política que
históricamente han padecido en todas partes y que, del mismo modo,
también han alcanzado los beneficios de las transformaciones
logradas en el último siglo.

Se ha demostrado que la desigualdad de trato es fruto de una
concepción jerarquizada de la diferencia de los sexos, fundada en
las valoraciones que socialmente se les atribuye y donde ?superior y ?mejor? estuvo ?en los hechos- siempre del lado de los varones.
Sabemos hoy que las desigualdades que se denuncian no
dependen de diferencias inherentes a mujeres y varones, sino
de las que cultural e históricamente se han ido estableciendo
entre ellos y entre las diversas formas de relaciones sociales
entre los sexos. Las diferencias concebidas como desigualdades
dependen de las normas, de las instituciones, de las mentalidades,
de los discursos y las prácticas sociales, no de las diferencias
que pone el sexo.

Esa concepción jerárquica de la diferencia sexual no podía sino
traducirse en discriminación, en no reconocimiento o en
conculcación de los derechos. Lo cual explica la ?lucha de las
mujeres?, una lucha reivindicativa de sus derechos, emprendida
muy lejos en la historia por mujeres lúcidas (y muy escasos
varones), casi en soledad, pero continuada más colectivamente
en el siglo XIX y fuertemente renovada en el siglo XX.

Sin embargo, hay una opinión bastante generalizada que asimila los
cambios sociales a procesos naturales con sus propios tiempos,
razón por la cual los cambios en la situación de las mujeres son
vistos por muchos ?y muchas- como resultado de una evolución
?natural? de la sociedad. Eso supone desconocer que los procesos
sociales son producto de la acción humana y, en el caso particular
de las mujeres, significa ignorar las que ellas realizaron para subvertir
su ancestral situación de subordinación.

Es innegable que el siglo XX ha sido particularmente auspicioso
para las mujeres. A pesar de la persistencia de prácticas socioculturales
discriminadoras, es el siglo en el que las mujeres lograron
vencer restricciones milenarias que les impedían el acceso a diversos
ámbitos de la realidad social.

Parte de esos logros que han posibilitado que un importante
universo de mujeres tenga una vida más digna tienen que ver con
ciertas modificaciones en las prácticas sociales, en las costumbres;
con reformas importantes en la legislación y en los códigos de justicia
y con la perspectiva de género, que posibilitó un mejor conocimiento
de la sociedad y de las relaciones humanas.

Algunas situaciones fueron más definitorias que otras en la concreción
de los cambios producidos, tanto por lo que representan en sí mismas
como por los efectos que produjeron. El dato objetivo más
contundente lo proporcionan las Convenciones Internacionales que
específicamente reconocen derechos a las mujeres, a las que adhirió
nuestro país y que hoy tienen rango constitucional. La Convención
sobre los derechos políticos de la mujer de 1952; la Convención sobre la
eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer de 1979
y la Convención para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la
mujer o Convención de Belém do Pará de 1994, han determinado la
sanción de numerosas leyes a favor de las mujeres y constituyen el
fundamento desde el cual los movimientos de mujeres pueden
demandar al poder político la implementación de las medidas
necesarias para su real vigencia.

Las múltiples maneras como se manifiesta esa creciente inserción social
confunde a muchos -incluidas las propias mujeres- haciéndoles pensar
que ya todo ha sido alcanzado, que ya no se justifica el feminismo y que
de lo que se trata ahora es que cada una realice el esfuerzo personal
necesario para que se cumplan en ella los derechos ya reconocidos
para todas. Ésta, más que una opinión simplemente optimista, es
manifiestamente a-crítica, negadora de la situación real. Basta una mirada atenta para darse cuenta que subsisten muchas formas de discriminación de las mujeres y que debe darse un cambio cultural más profundo para que se concrete la igualdad social y política entre los sexos.

En algunos casos hasta podemos advertir un retroceso, o por
políticas de exclusión instrumentadas en las últimas décadas, o por
las graves crisis económicas que sufrió ?y sufre- el país y que golpean
con particular dureza a las mujeres o, sencillamente, por formas
sutiles de recomposición del patriarcado.

De modo que aquí estamos nosotras las mujeres, todas herederas
de las conquistas alcanzadas por esas luchas, tratando de reflexionar
sobre ese esfuerzo que arroja muchos logros, pero también enormes
deudas.

Derechos políticos y participación en el espacio público

Más allá del sufragio, el reconocimiento de los derechos políticos le
abrió las puertas para una participación efectiva en el espacio público.
No sólo en la actividad política partidaria, donde se ha acrecentado
de manera increíble su militancia (que en algunos casos es mayor
que la de los varones), sino en las organizaciones vecinales, barriales
y también rurales (muchas de ellas surgidas de la iniciativa femenina),
así como en los organismos de derechos humanos, en donde hay
un claro predominio de mujeres.

Desde los años ´50 no hay en Argentina impedimento legal para la
participación de las mujeres en la vida política. El verdadero obstáculo
para la intervención igualitaria de las mujeres reside en la persistencia
de prácticas culturales y, más específicamente partidarias, que
mantienen la inequitativa distribución de los espacios de poder. Y si
las mujeres no pueden intervenir en paridad de condiciones en
espacios donde se definen las políticas y se gestiona la vida pública,
difícilmente se alcanzarán los cambios profundos que deben darse.
Los esfuerzos que realizan en la familia o en el barrio, con toda la
importancia que revisten, no pueden tener el mismo alcance.

En nuestra provincia, como en otros lugares, la igualdad de los sexos
en el ejercicio concreto de los derechos políticos, sigue siendo una
asignatura pendiente. Unas pocas mujeres han ocupado y ocupan
espacios de poder, pero normalmente lo hacen desde la perspectiva
androcéntrica, esto es, desde y con las reglas de una práctica política
histórica y hegemónicamente masculina. En tales casos, convalidan
con su presencia el sistema que las excluye y entonces poco importa
que hayan llegado a esos lugares. Tampoco sirve demasiado que
participen reafirmando las cualidades que tradicionalmente fueron
concebidas como inherentes a su sexo (?intuición?, ?instinto
maternal?, ?mayor sensibilidad?, ?más buenas?, ?más altruistas?,
?mejores?, ?menos corruptas?). Primero, porque así se corre el riesgo
de reforzar las situaciones de inequidad que se intenta revertir y
que son consecuencia, precisamente, de la afirmación de la diferencia
por la que se le dio poder a los varones y segundo, porque no es
verdad. La sensibilidad, el altruismo, la bondad, la incorruptibilidad,
son cualidades de una persona independientemente de su sexo. En
la práctica política esto se hace evidente.

Otras formas de participación en el espacio público las ofrecen las
ONGs en defensa del ambiente o de apoyo a instituciones de bien
público, las cooperadoras asistenciales, los comedores barriales, las
organizaciones vecinales, entre otras, que tienen a las mujeres casi
como únicas protagonistas, realizando tareas que normalmente
debería cumplir el Estado. Aunque esas tareas, concebidas por ellas
mismas como una extensión de su responsabilidad de amas de casa
son, en buena medida, una socialización del rol doméstico –
igualmente invisibles y poco valorizadas-, son acciones políticas. En
la mayoría de los casos ese trabajo no es signo de autonomía, no les
deja demasiado margen para poder decidir sobre sus vidas. Sin
embargo, las analistas ven en esas experiencias una importante oportunidad para la concientización de sí mismas, de sus capacidades,
de sus derechos y del valor de ese papel protagónico en actividades
que resultan fundamentales para la reproducción social. De hecho,
son un importante factor de cambio en la conciencia de su condición
de ciudadana.

Otro espacio político-social de protagonismo especial de las mujeres,
abierto por ellas en estas últimas décadas es el de la lucha por los
derechos humanos. En los ?70-80, surgieron organizaciones de mujeres
en defensa de la vida frente a las graves violaciones de los derechos
humanos por parte de la dictadura militar. Como bien lo observa E.
Jelin1 adoptan la denominación que hace referencia al vínculo familiar,
que se concibe como primordial porque así han sido significadas por
la cultura patriarcal: son madres (Madres de Plaza de Mayo), son
abuelas (Abuelas de Plaza de Mayo), son familiares (Asociación de
Familiares de Detenidos Desaparecidos). Sin embargo, la práctica
política que supone la actividad que llevaron -y llevan- a cabo, hizo
que ?la demanda privada por el hijo/a desaparecido/a?, se transformara
en ?demanda pública y política por la democracia?.

En los últimos años, ante nuevas situaciones que afligen a las familias,
fueron nuevamente las mujeres quienes se organizaron para reclamar
al Estado el cumplimiento de su obligación de garantizar los derechos:
las ?Madres del dolor?, buscando justicia por el asesinato de sus
hijos, generalmente por la policía en lo que se dio en llamar ?gatillo
fácil?, y las ?Madres contra el paco?, demandando acciones más
efectivas para la protección de sus hijos frente al flagelo de la droga.
Vemos así a madres, esposas y hermanas conquistando el espacio
público, transformándose en ciudadanas capaces de hacer oír su
voz, demandar justicia y producir cambios en la práctica política, en las instituciones, en la legislación. Valiéndonos de una distinción que
suele hacerse en el feminismo, podríamos decir que el accionar de
estas organizaciones de mujeres por los derechos humanos
responde a una ética que aúna el cuidado con la justicia.

No obstante, la incorporación de las mujeres en la vida pública ha
dado lugar a nuevas discriminaciones porque les ha aportado una
serie de exigencias de las que los varones están exentos. En primer
lugar, el hecho de verse sometidas a una doble cuando no triple
jornada (el tiempo que demanda la atención de la casa, la profesión
o el trabajo rentado fuera de ella, y la militancia gremial o política,
en algunos casos), pero además, por la presión que supone la
expectativa social sobre su rendimiento: se espera que todo lo haga
bien y se carga sobre ella la responsabilidad del bienestar colectivo,
la felicidad de la familia y de los individuos. Si los hijos o los jóvenes
beben, se drogan o delinquen, la sociedad lo atribuye a la ausencia
de la madre en el hogar. Esto suele utilizarse como argumento para
demandar el ?retorno? de las mujeres al hogar, actitud claramente
reactiva de la sociedad patriarcal ante la independencia alcanzada
por las mujeres.

Incorporación en todos los niveles de la educación formal,
integración en el ámbito de la producción cultural, científica y
tecnológica

En el ámbito de la educación formal es donde el cambio positivo
para las mujeres ha sido más notable: es cada vez mayor y más
notoria su presencia en todos los niveles del sistema educativo, ha
disminuido el analfabetismo (aunque desde la crisis del 2001 las
cifras son algo desalentadoras) y la matrícula femenina en los niveles
terciario y universitario en muchos casos es superior a la del varón.

Su ingreso en los diversos niveles de enseñanza produjo cambios
decisivos y fundamentales en su situación social. La educación le
abrió la posibilidad de acceder al pensamiento crítico y le permitió
demostrar y demostrarse que la capacidad intelectual no es privativa
de los varones. Haber pensado durante mucho tiempo que la
racionalidad, el pensamiento abstracto, la capacidad crítica, eran
cualidades privativas de varones, vedó a las mujeres el acceso a la
investigación y a la ciencia, pero hoy los equipos de investigación
científica están integrados también por mujeres y es reconocida la
calidad de su producción. Su intervención en este terreno ha
producido algunas interesantes modificaciones en la organización
institucional, en las prácticas académicas y en la construcción de las
ciencias con la incorporación de la perspectiva de género.

De todas maneras, no se ve que hubiera una sustancial modificación
de la ciencia ni que la perspectiva de género sea considerada por
muchos investigadores/as como una perspectiva indispensable para
la explicación de problemáticas sociales. Por lo tanto, hace falta
una tarea sostenida para desplazar el androcentrismo en las teorías
y poder contribuir desde ese espacio a la profunda transformación
de la sociedad y la cultura que las mujeres requieren. Hay que
llegar hasta las raíces de la desigualdad y para ello resulta ineludible
el trabajo de develamiento de sus fundamentos teóricos e
ideológicos.

En ese nivel del sistema tampoco se ha logrado paridad entre los
sexos en los lugares de decisión, donde sigue habiendo primacía de
varones y en alguna medida siguen vigente concepciones
estereotipadas. La capacitación profesional de las mujeres no se ha
desprendido totalmente de la tradicional asignación de cualidades,
capacidades y funciones según el sexo; también es diferente el trato
que reciben estudiantes y docentes según sean varones o mujeres.

Pero el ámbito donde con mayor eficacia se reproduce esa
distribución de roles fundada en la diferencia sexual es la escuela.
Esto es así, en parte debido a los contenidos que transmite,
claramente androcentristas. Aunque las recientes reformas
educativas han introducido innovaciones respecto de esta cuestión
en los contenidos curriculares, falta la capacitación de los/as docentes
en temáticas de género, algo en lo que al menos el Estado provincial
no ha demostrado interés. Por eso mismo, las instituciones escolares
mantienen reglas y normas que responden a una concepción sexista
del comportamiento humano, algo que difícilmente se modificará si
no se adquiere la capacitación que señalamos.

Incorporación masiva en el mercado de trabajo

El ingreso en la actividad productiva en ámbitos de tradicional
hegemonía masculina (fábricas, talleres, empresas) ya sea como obreras,
empleadas o ejecutivas, no sólo transformó la vida de las mujeres,
contribuyó de manera muy positiva al desarrollo de la economía.
Un hecho positivo ligado a esta situación es la diferente valoración
que hoy se tiene del trabajo doméstico, tradicionalmente concebido
como una actividad privada carente de valor económico. Hoy existe
consenso en el campo de la economía sobre su valor productivo y
sobre el peso que la ?economía doméstica? tiene en la economía
general.

No obstante, a pesar de los cambios positivos que se han producido
en las relaciones entre varones y mujeres, en lo cotidiano persiste
en las familias la división sexual del trabajo. La desigualdad de trato
que esto supone no queda en el ámbito de lo doméstico, por el
contrario, es un modelo que se extiende a todas las esferas de la
sociedad y en el campo laboral es lo que explica las múltiples y diversas
formas de la discriminación que sufren las mujeres, como
contundentemente lo muestran las estadísticas. Aunque la
participación femenina en la fuerza de trabajo es de una importancia
que nadie discute, padecen discriminaciones de diversa índole en
relación con su salario, con la jerarquía de los cargos que ocupan, con
situaciones de embarazo o de maternidad, violencia y acoso sexual.

Su ingreso en el ámbito del trabajo remunerado fuera de su casa,
le proporcionó independencia económica y autoestima porque
pudo probarse con la competencia necesaria para la realización
de las más diversas tareas, pero también le acarreó nuevas
responsabilidades sin que hubiera sido eximida de las que siempre
se le adjudicaron.

Reconocimiento de sus derechos de familia

La concepción jerarquizada de la diferencia sexual que se expresa
de manera clara y primordial en la división sexual del trabajo en la
familia, con asignaciones diferenciadas y desiguales de tareas y
responsabilidades para sus miembros según sean varones o mujeres,
revela la desigual distribución del poder entre los sexos y se
constituye en su más fuerte sostén porque genera, desde el inicio
de la socialización, la conciencia de que varones y mujeres están
?destinados? a ocupar lugares diferentes en la sociedad, donde
?diferente? significa ?primero? y ?superior? si se es varón, o
?secundario? e ?inferior? si se es mujer. Y, por lo tanto es la raíz
más profunda de la desigualdad.

Los cambios producidos en el siglo XX en las relaciones entre los
miembros de la familia no son suficientes para revertir la inequidad
social que desde allí se instaura y que afecta tanto a las mujeres. Una
cuestión a tener en cuenta es el alto índice de familias que no responden al modelo tradicional. Se han incrementado los casos de
mujeres solas -solteras o abandonadas por sus maridos o parejas- a
cargo de sus hijos/as, poniendo en evidencia, una vez más, que ellas
solas asumen toda la responsabilidad de la crianza. La magnitud de
este problema se hizo ostensible cuando el Estado implementó planes
asistenciales para Jefes de hogar y debió agregar ?Jefas de hogar?.

De modo que los planteos del feminismo por la igualdad social y
política de las mujeres siguen teniendo como un objeto particular
de atención ese núcleo primario de la sociedad que es el grupo
familiar y demandan que también sea considerado en su carácter
político, porque entienden que las prácticas democráticas se inician
y se aprenden allí. Lo reconocía Alberdi: ?…si la democracia no
comienza a existir en la familia, jamás existirá de verdad en el Estado…
La democracia en la familia es el derecho distribuido entre todos sus
miembros por igual. Todos iguales quiere decir, todos libres, el padre, la
madre y los hijos… ?

Pensar que el ámbito de lo privado carece de carácter político impide
ver hasta qué punto las desigualdades que se dan en su interior son,
quizá, el mayor impedimento para alcanzar un orden igualitario entre
los sexos en las esferas consideradas políticas. Mantener la división
público/privado conlleva la justificación de la desigualdad de trato
para las mujeres, no sólo en el ámbito de lo doméstico.

Recién promediando el siglo XX las argentinas pudieron acceder al
derecho a la patria potestad compartida y al divorcio. Se rompió así
con una larga tradición cultural de profunda inequidad pues les
reconocía obligaciones en la crianza de los hijos pero reservaba
para el padre la potestad sobre ellos. Este derecho, como el divorcio,
aunque todavía de manera insuficiente, significó para las mujeres
reconocimiento de su condición de sujetos morales.

Derecho a una sexualidad propia

En el terreno de la sexualidad es donde se concreta de modo más
perverso el avasallamiento de los derechos de las mujeres, bajo
formas diversas: violencia psicológica y física, abuso, violación,
prostitución, falta de libertad para decidir sobre sus deseos o sus
aspiraciones, imposición de la maternidad múltiple, etc. etc.

Por eso es que fue verdaderamente revolucionario para la vida de
las mujeres el invento de la píldora anticonceptiva, de uso masivo
desde mediados del siglo XX (1950-1960). La libertad que trajo a
sus vidas no parece haber sido valorada en toda su dimensión.
Normalmente se olvida o se desconoce la enorme lucha y el
sacrificio que hizo posible esa libertad y las que gozan de ese
beneficio ?por su condición social, cultural y económica- no se
unen masivamente para que ese derecho alcance a todas.

Hoy, para el feminismo y los movimientos de mujeres los derechos
reproductivos son un interés prioritario en Argentina, donde
todavía hay quienes cuestionan la pertinencia y legitimidad de esos
derechos. Muchas mujeres, respondiendo a sus creencias religiosas,
se manifiestan en contra. El barullo armado en distintas provincias
cada vez que se pretendió tratar un proyecto de ley sobre salud
sexual y reproductiva, sumado a presentaciones judiciales que
reclamaron la declaración de ?inconstitucionalidad? de las leyes,
son sólo muestras de la mirada conservadora y reactiva de gran
parte de la sociedad argentina, más notoria en provincias como la
nuestra. Salta ofreció patéticas manifestaciones2 frente a la
Legislatura en contra de la ley en oportunidad de su tratamiento.

A pesar de las leyes obtenidas, persisten políticas restrictivas,
fundadas en creencias religiosas o viejos valores culturales, que
siguen sometiendo a las mujeres, despreciando su condición de
sujeto moral autónomo con derecho a decidir libremente sobre aquello que afecte el destino de su vida e impidiéndoles su libertad
de elección en lo que hace a la reproducción: tener hijos o no,
cuántos y cuándo tenerlos.

Es obvio que las consecuencias más nefastas de las políticas
restrictivas, que violan los derechos sexuales y reproductivos, las
sufren los sectores y grupos más vulnerables: pobres, niñas,
adolescentes, madres solteras, necesitadas imperiosamente de la
intervención del Estado, obligado por la Constitución a elaborar y
poner en práctica políticas sociales que garanticen a todas y todos
el efectivo ejercicio de los derechos humanos. Quienes tienen acceso
no sólo a la información sino a los beneficios que los adelantos de
la ciencia proporcionan, no necesitan del Estado.

Ante la injerencia de lo religioso en el ámbito civil ?tan fuerte y
sostenida en nuestra provincia- las feministas y las agrupaciones de
mujeres se ven constantemente en la necesidad de reafirmar que
las convicciones religiosas, independientemente de sus
manifestaciones públicas, pertenecen al ámbito de lo privado, de las
creencias personales más íntimas. Por lo tanto, esas creencias y las
prácticas derivadas de ellas, no pueden ni deben ser impuestas por
ningún motivo a la totalidad de los habitantes de una comunidad,
usando el argumento de la mayoría y valiéndose de la vinculación de
la Iglesia con el Estado. En este sentido, es necesario denunciar algunas
actitudes de los gobernantes, que incumpliendo con las leyes que
administran el derecho a la salud sexual y reproductiva actúan
sometiéndose, cuando no aliándose, con quienes operan en contra.

Un dato importante en este sentido: la provincia de Salta no ha
reglamentado la ley aprobada en 2001 ni puesto en vigor el programa a pesar de que ya fue elaborada la reglamentación por una comisión
designada para ello.

También con la violencia de género y los innumerables problemas
que se derivan de ella, el Estado tiene posiciones ambiguas, cuando
no contradictorias. No existe verdadera coordinación entre los tres
poderes del Estado: cuando se logra, muy costosamente, que el
Poder Legislativo trate las leyes que reclaman las mujeres, después
se tarda mucho en cumplir -o directamente no se cumplen- los
pasos subsiguientes: reglamentar la ley y poner en marcha los
mecanismos para aplicarla. Ni el Poder Ejecutivo ni el Judicial operan
de acuerdo a sus responsabilidades. Este comportamiento del Estado,
que es claramente violatorio de las Convenciones Internacionales,
es una muestra de la resistencia del patriarcado al cambio.

Un aspecto sustancial en relación con estos derechos, al que hay
que prestar atención, es la actitud que a veces asume el Estado
(particularmente el poder judicial) y ciertos grupos de intelectuales
(generalmente antropólogas/os) ante algunas prácticas tradicionales
que comportan un brutal sometimiento de las mujeres, escudándose
en la idea del ?derecho consuetudinario?. Dos ejemplos: 1) en algunos
lugares de Salta todavía se practica la ?rameada?, iniciación sexual
de varones que someten en grupo a una joven de la comunidad,
con el consentimiento colectivo; 2) en oportunidad en que un
miembro de la etnia wichi (en el norte de la provincia) abusó de
una niña de nueve años, embarazándola, el hecho no fue considerado
por algunos como violación sino como una práctica cultural. Así lo
hizo el antropólogo de la Universidad Nacional que ofició de perito
y la Corte de Justicia solicitó que en el juicio se tuviera en cuenta el
derecho consuetudinario.

Como lo han observado las feministas, las tradiciones fueron por
lo general utilizadas para subordinar a las mujeres y no puede consentirse que en nombre de tradiciones culturales o religiosas
se ultraje la dignidad de las mujeres.

A la luz de la universalidad de los derechos humanos y la obligación
del Estado de garantizar su vigencia, actitudes como las que
señalamos resultan inadmisibles.

III

Alcanzada la independencia económica, la intervención en la vida
política, la patria potestad compartida, el divorcio, los anticonceptivos
y cierta libertad para decidir sobre su sexualidad, efectivamente la
vida de las mujeres presenta cambios positivos.

Pero los cambios alcanzados no se dan de la misma manera para
todas las mujeres. Hay diferencias importantes en el ejercicio de
esos derechos entre mujeres de distinta condición socio-económica
y diferencias en la situación de las mujeres según el nivel de desarrollo
o de condiciones políticas y culturales de la sociedad a la que
pertenecen. La vulneración de derechos no la sufren de la misma
manera mujeres de clases acomodadas y mujeres de las clases
populares y sabemos cuánto más difícil les resulta a las mujeres de
sociedades más conservadoras, como las del norte del país, por
ejemplo, lograr esos cambios. Por lo tanto, también hay diferencias
en las demandas de derechos y en los recursos que disponen.

Las leyes conquistadas y la igualdad formal alcanzada con ellas, son
un paso importante pero insuficiente; alcanzar la igualdad real
requiere de políticas públicas que tengan en cuenta la particular
situación de las mujeres. Más aún, como lo han planteado los
movimientos de mujeres es necesario que el Estado se comprometa
en acciones de discriminación positiva para poder revertir la
desigualdad tan hondamente arraigada en la cultura.

Sin perspectiva de género resulta muy difícil rebatir y remover
teorías, conceptos y prácticas que menoscaban a las mujeres,
visualizar las discriminaciones subsistentes -que tantas veces se
presentan de manera sutil- y develar las condiciones que las generan.
Tampoco se podrá tener en claro las medidas a tomar para
combatirlas.

Aunque la transformación de las estructuras sociales que
eso supone debería ser un compromiso de toda persona honrada,
para las mujeres es una responsabilidad ineludible. Con mucha
agudeza Amelia Valcárcel señala el valor de la acción de las mujeres
en esa empresa ?Cuando las élites renovadoras han querido iniciar en
sus países cambios en profundidad, han comprometido siempre en su
causa a las mujeres, porque deseaban un nuevo tipo de mujer capaz de
ser madre y educadora del nuevo ciudadano que debía realizar y consolidar las conquistas por las que se luchaba?.

Una empresa tan ardua y compleja como esa demanda una
cuota de poder que durante mucho tiempo las mujeres no
reconocieron tener. Sin embargo, el sistema que asignó a las mujeres
el rol de educadoras, en el hogar primero, y en las instituciones
formales luego, puso en sus manos la socialización de los hijos, los
futuros ciudadanos. Todavía hoy la educación de los hijos queda
bajo responsabilidad casi exclusiva de las madres y la tarea docente
está mayoritariamente a cargo de mujeres. Nadie puede negar el
peso que esto tiene en orden a la socialización de los individuos.

Por lo tanto, si las mujeres resultan imprescindibles para la
reproducción cultural, si al cumplir las funciones que le fueron
asignadas sirvieron para reproducir el sistema de valores de una
sociedad que pensó que la acción creativa de la cultura y de la
historia era privativa de los varones, ahora, con la inserción social
lograda y habiendo cobrado conciencia del valor de sí mismas y de su participación en la vida de la comunidad, pueden usar ese
fantástico espacio de poder para revertir su ancestral subordinación.

Tienen en sus manos la mejor herramienta para el cambio a
condición de que no reproduzcan el sistema patriarcal de valores.
Aquí reside tal vez la mayor dificultad porque las mujeres,
como sujetos socialmente construidos, ellas también adoptan el
sistema de valores vigentes en la sociedad patriarcal. Padres,
educadores, textos, medios de comunicación, van marcando las
conductas esperadas en varones y mujeres, desde el nacimiento,
con lo cual ambos terminan concibiéndose según los modelos
definidos para unos y otras. Esto permite entender porqué las
mujeres ?aceptaron? el lugar secundario que les fue asignado, cómo
contribuyeron a reproducirlo y hasta a reforzarlo y porqué tan
tardíamente pudieron visualizar la inequidad que supone. Clara
Kuschnir lo expresa de manera inmejorable al señalar lo difícil de
?remontar las barreras sutiles que interpone en el pensamiento de la
mujer la experiencia de una descalificación genérica que es tácita,
permanente y a priori?.

Lo primero y fundamental es transformar los códigos de convivencia
familiar, porque como ya señalamos, el sexismo empieza en casa.
Por lo tanto es central emprender una sostenida tarea de lectura
no androcéntrica de la realidad y de autocrítica, para producir allí ?
en ese ?espacio de las mujeres?- un cambio radical. Debemos
prepararnos para realizar el máximo esfuerzo en desmontar todos
los mecanismos que conducen a la reproducción del patriarcado,
modificar la perspectiva masculina de las explicaciones acerca del
mundo, de la sociedad y de la vida, estar atentas y vigilantes para
detectar y denunciar las sutiles formas como el poder del sistema
patriarcal se recompone allí donde se alcanza algún logro en el
reconocimiento y ejercicio de derechos de las mujeres y evitar que nos engañen medidas o políticas aparentemente inclusivas, que
terminan por generar nuevas formas de sometimiento y exclusión.
El desafío es tan grande, son tantos los obstáculos, resulta tan difícil
a veces acordar solidariamente los caminos para una lucha
compartida, tantas veces nos enredamos en banalidades, desaniman
tanto las regresiones que sufrimos en los últimos tiempos, que en
más de una ocasión nos invade el pesimismo. No obstante, se espera
de nosotras que a pesar de nuestras diferencias, que son de diversa
índole, seamos capaces de crear redes efectivas que fortalezcan
nuestra voluntad de trabajar por una sociedad donde imperen la
justicia y los derechos. Tomando palabras de Victoria Camps, que
no perdamos la ?esperanzada voluntad de transformar el mundo?.

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NOTAS:

1 1.Jelin, Elizabeth (1997): ?Igualdad y diferencia: Dilema de la ciudadanía de las mujeres en América Latina? en Agora, Cuaderno De Estudios Políticos, Nº 7.

2 Mujeres arrodilladas en la calle, con velas encendidas, rodeadas de niños pequeños y jóvenes, alternando el rezo del rosario con gritos destemplados de ?abortistas?, ?asesinas?, a quienes estaban a favor de la ley.

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*Las mujeres y el Bicentenario / coordinado por María Silvia Varg. 1a ed. – Salta : Mundo Gráfico Salta Editorial, 2010.

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