«Idealización mistificadora del amor» en las mujeres; «temor y rechazo a la intimidad» en los varones. Pero, también, «padres jóvenes, que cuidan de sus bebés sin intermediación de las madres, lo cual sólo puede sostenerse en identificaciones masculinas con la función materna». La autora reexamina las cuestiones de género poniendo el eje en «fundar representaciones y prácticas de la feminidad y de la masculinidad que no impliquen sometimiento ni dominio».
Encuentro de gran interés y acuciante actualidad la indagación psicoanalítica acerca de si el amor genital heterosexual implica, de modo obligado, la idealización mistificadora del amor por parte de las mujeres, quienes anhelan estabilidad y protección, y, por parte de los varones, temor y rechazo a la intimidad, disociación del objeto amoroso e intentos de dominar a su compañera sentimental. Estas tendencias se encuentran de modo reiterado en la experiencia clínica, por penoso que resulte a algunos de nosotros, comprometidos con la paridad entre los géneros. En especial, se observan, entre las mujeres, la persistencia de la idealización de tener un hombre como pareja, tal como lo expuso Emilce Dio Bleichmar (El feminismo espontáneo de la histeria, 1985), y la tendencia a mimetizarse con los puntos de vista de su compañero amoroso. El desarrollo educativo y laboral autónomo muchas veces no va de la mano con la independencia de criterio y el sostén de la autonomía respecto de las opiniones del hombre amado. La pregunta clave se refiere a si estamos ante una constelación intersubjetiva estructural o si se trata del sedimento psíquico de siglos de dominación social masculina. Suscribo esta última postura.
El relato de Jessica Benjamin sobre el desarrollo evolutivo (Sujetos iguales, objetos de amor, 1997) ubica las fuentes de esta modalidad de establecimiento de la diferencia sexual a mediados del segundo año de vida. Según esta autora, el infante homologa a la madre con la protección regresiva e identifica al padre con el mundo atractivo, deseable y estimulante. Dado que las identificaciones del varón con el padre están facilitadas, mientras que la niña las encuentra limitadas «porque entre otros aspectos, el padre suele ser renuente a ofrecerse a ella como modelo», ella emerge de este período con un sentido depresivo del propio ser.
La fatalidad del destino femenino que se insinúa en este relato puede ser superada si reconocemos que las madres no son lo que solían ser. Una madre autónoma y comprometida con el mundo puede también representar el «afuera» estimulante y excitante, alternando con períodos en que alberga de modo continente la angustia infantil. Esta situación ya no es tan infrecuente, y suponemos de modo verosímil que irá en aumento. Disponer de un modelo femenino de agencia y autoría contribuirá sin duda a mejorar las posibilidades de las mujeres para acceder a una expansión del yo y a un despliegue de sus capacidades instrumentales.
Ralph Greenson («Desidentificarse de la madre: su especial importancia para el niño varón», en Revista Escuela Argentina de Psicoterapia para Graduados Nº 21) describió el proceso de desidentificación del niño varón con respecto de la madre, que se produce a fines del primer año de vida y que, a su juicio, resulta imprescindible para superar la fusión identificatoria inicial y adquirir una identidad masculina que, por lo mismo, es siempre precaria y reactiva. Jessica Benjamin analizó estas cuestiones unos años después, por lo que sus modelos teóricos se vieron influidos por la fluidez posmoderna. Ella considera que el proceso de desidentificación, tal como fue descrito por Greenson y efectivamente practicado en los pueblos primitivos a través de prologados y traumáticos rituales de iniciación masculina, no es imprescindible en la actualidad para establecer la masculinidad subjetiva, que puede integrar las identificaciones con la madre en lugar de repudiarlas. Ella percibe el género como una organización alternante, fluctuante y compleja.
En la pubertad y adolescencia, es frecuente que los varones invistan la propia excitación y experimenten a las jóvenes como objetos intercambiables, mientras que todavía muchas mujeres adolescentes aspiran a una relación amorosa con visos de totalidad e ilusiones de permanencia. Esta diferencia «sexual» alude a los caminos diversos para la construcción de un yo. El yo prototípicamente masculino se adueña de su deseo, presume de su soberanía, mientras que el yo construido como femenino se aliena en un objeto idealizado. Desde mi perspectiva, éste es el sedimento subjetivo de milenios de subordinación social. El proceso intersubjetivo a través del que se reproduce pasa por la oferta identificatoria que los padres suelen hacer a los hijos varones, ya que desean que se les asemejen.
Cuando las niñas ven obstruido su deseo de identificarse con el padre, debido a modelos de crianza modernos que enfatizan la polaridad genérica y cultivan una feminidad convencional, buscan más tarde modelos femeninos valorizados entre sus profesoras o en sus analistas. Igualmente, el sentimiento de agencia subjetiva se constituye con mayor dificultad, si se compara con los varones, y esto explica la frecuencia con que observamos actitudes de dependencia respecto del compañero amoroso.
La integración por parte del niño varón de sus identificaciones con la madre, que hoy en día está menos obstruida por procesos culturales de masculinización compulsiva, disminuye la homofobia característica de la masculinidad moderna, construida sobre el repudio de la vulnerabilidad. Por otra parte, la tendencia extendida entre los padres jóvenes que, en los casos cada vez más frecuentes de divorcios tempranos, cuidan de sus bebés sin intermediación de las madres, sólo puede sostenerse en las identificaciones masculinas con la función materna ejercida por sus progenitoras. Los hijos de estos «nuevos padres» ya dispondrán de identificaciones con la actividad paternal de prodigar cuidados primarios.
El amor identificatorio y el amor objetal no son excluyentes. Tal como lo he planteado en publicaciones anteriores, la elección de un varón que representa los propios ideales sociales, tan frecuente entre las mujeres tradicionales, es una amalgama entre el amor y los deseos de identificación. El caso de Alma Mahler, una mujer que elegía como objetos de amor a varones creativos y admirados por ella, es representativo de esta situación subjetiva, donde el propio ser adquiere, de modo ilusorio, una excelencia derivada de los logros del objeto amado.
Nancy Chodorow Chodorow («Heterosexuality as a compromise formation», en Femininities, Masculinities, Sexualities. Freud and beyond, 1994) advierte que las elecciones amorosas son muy particularizadas, y responden a una historia personal que puede ser relevada, y que esto ocurre tanto en las elecciones homo como heterosexuales. La historia biográfica se articula de modo inevitable con los relatos y experiencias colectivos y suele darse por eso una tendencia hacia la homogamia (elección dentro del mismo grupo) étnica y de clase. En ese contexto, pienso que las transgresiones a ese imperativo homogámico pueden decodificarse como expresión de la rebeldía ante los padres. Pero cada cual manifiesta un patrón inconsciente de elecciones amorosas, tales como la vocación de algunas mujeres por los varones casados o la preferencia varonil por mujeres coquetas, etcétera. De modo que cada heterosexualidad particular requiere una comprensión psicodinámica específica.
En el campo de las homosexualidades ocurre algo semejante. Algunos homosexuales o lesbianas reportan haber experimentado muy tempranamente atracción hacia personas de su mismo sexo, mientras que otros refieren que se han volcado hacia una opción homosexual en su vida adulta. Es decir que en ambas situaciones los sentimientos y deseos sexuales pueden ser decodificados mediante un enfoque psicodinámico de las experiencias biográficas, y la heterosexualidad, tal como lo expresa Chodorow, no puede ser explicada mediante una referencia al dimorfismo sexual.
Tanto Robert Stoller («La hostilidad y el misterio en la perversión», revista Zona Erógena. Nº 37, 1998) como Otto Kernberg (Relaciones amorosas. Normalidad y patología, 2005) consideran que la estructura de la excitación erótica es similar para todos; lo que marca la diferencia entre normalidad y perversión se refiere a la cualidad del vínculo con el otro, íntimo en un caso, impersonal y explotador en el otro. Se encuentran diversas variantes de estas modalidades vinculares tanto entre los heterosexuales como entre los homosexuales ?si es que esta divisoria de aguas se sostiene en la actualidad?. Para Stoller, la perversión se caracteriza por el deseo de humillar al partenaire, vengándose así de los traumas padecidos en la infancia. Sin embargo, diversos autores coinciden en que la pasión amorosa involucra, entre otros aspectos, fantasías de dominio-subordinación. Este aspecto del amor, que André Green (La metapsicología revisitada, 1996) denomina ?Lucifer amor? es de difícil combinación con las descripciones acerca del amor genital: Kernberg lo define como «la capacidad de ternura y una relación de objeto estable y profunda con una persona del otro sexo», con lo cual ubica el amor genital oblativo del lado de la heterosexualidad. Este autor considera que se requiere una incorporación de los ideales sociales para obtener una adecuada identidad de género y constituir una elección heterosexual de objeto, con lo cual reconoce de modo implícito la eficacia de la regulación social de la sexualidad. Chodorow, en cambio, piensa que en toda pasión amorosa pueden encontrarse los ingredientes característicos descritos por Mac Dougall para las perversiones, tales como una elección de objeto y una meta específicas y acotadas, un deseo compulsivo, una relación adictiva, etcétera, y que éstos explican el atractivo e intensidad de esas relaciones. También destaca que el nexo entre perversión y masculinidad es más estrecho de lo que suele encontrarse entre las mujeres, con lo que no hace más que coincidir con Freud («La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna», 1908).
Si hasta ahora la diferencia sexual ha naufragado en la asimetría jerárquica, la progresiva obtención de la paridad social entre los géneros tal vez funde una representación colectiva de la diferencia entre los sexos, que reconozca la diversidad subjetiva y las variantes de la identidad y del deseo sin sancionarlas psicopatológicamente de modo ideológico. Pero el desafío mayor continúa siendo, a mi entender, fundar representaciones y prácticas de la feminidad y de la masculinidad que no impliquen sometimiento ni dominio. Para ese propósito se requiere superar la lógica del narcisismo fálico, donde lo diferente se asimila a lo anormal, a lo inhumano, o en el mejor de los casos a lo inferior.
Los relatos psicoanalíticos que han homologado el reconocimiento subjetivo de la diferencia sexual con la asunción de la identidad de género, la normalización del deseo y la salud mental, debieran ser interrogados a la luz de la reiterada constatación de que la diferencia entre los sexos, lejos de estar establecida en el orden simbólico vigente, es una representación a construir en un largo y trabajoso proceso de democratización. Las representaciones disponibles han naufragado en el establecimiento de jerarquías sociales sobre la base del sexo.
Por otra parte, para quienes estudiamos la subjetividad es de gran interés dialogar con el pensamiento de los/as activistas políticos: feministas que militan por políticas públicas que den cuenta de las necesidades actuales de las mujeres, o sujetos queer que reclaman reconocimiento para sus modos diversos de construir identidades y deseos. Es necesario evitar el recurso a las identidades esenciales, reificadas y transhistóricas, que fatalmente naufraga en el reduccionismo biologista. Pero también conviene matizar la perspectiva postestructuralista que enfatiza la construcción social histórica de las subjetividades, para dar espacio a la agencia crítica del sujeto, a la capacidad subjetiva de incidir en el socius que nos constituye, reformulando ?de modo siempre parcial y gradual? el orden simbólico que nos ha recibido en este mundo.
Desde mi perspectiva no se trata de demoler el sistema de géneros, porque considero que la mayor parte de la población humana, a la vez que sufre las regulaciones del sistema sexo-género en sus aspectos normalizadores y restrictivos, también las disfruta, en tanto alternativas de identificación y de construcción deseante.
Los sujetos queer plantean la necesidad de reconocer identidades donde sexo, género y deseo se combinen de modos complejos y no lineales, y sin duda éste es un derecho humano que debe ser reconocido. Pero desimplicar diferencia de jerarquía es una tarea «teórica y política» que resulta central para la mayor parte de los sujetos, tanto femeninos como masculinos. Deseo creer que es una tarea posible: que no es inevitable que toda diferencia naufrague en el establecimiento de relaciones jerárquicas. Esta imagen de un futuro posible no supone una paz idílica y sin conflictos. Tal como lo plantea Jessica Benjamin, la tensión entre autoafirmación y reconocimiento del otro está siempre presente; se trata de mantenerla vigente y no permitir que colapse en una relación de dominio-sometimiento.
* Directora del Curso de Actualización en Psicoanálisis y Género (APBA y Universidad John F. Kennedy) y codirectora de la Maestría en Estudios de Género (UCES). El texto está compuesto por fragmentos de la conferencia «Género y subjetividad. La diferencia, ¿es sexual?», dictada en el XIII Congreso Metropolitano de Psicología, que se efectuó la semana pasada.
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