Desobediencias

La lengua de las locas

El dicho es insidioso y refiere a las locas que se llaman en femenino en complicidad de plumas, brillantina y boquita corazón en el espejo pero que están a gusto con sus nombres masculinos formales para la circulación social: lengua de loca no se equivoca.

Imagen : Página12

No se equivoca, se supone, porque la loca es la que mira tras los postigos, la que conoce intimidades que nadie más porque anda más cómoda a oscuras, porque no teme afilar la lengua hasta dejarla viperina porque en ese chisme que duele está también el gusto por la sangre que se hace risa y también resistencia. Si se ha de vivir en el margen será el relato, aun el no dicho, el que cultive los jardines más floridos para dar por aquí y por allá la pincelada de color en la que poder enmarcarse. Pero claro, para que la lengua de loca pueda tener alguna jerarquía, aun la de la maledicencia, tiene que habitar, necesariamente, en los márgenes; tiene que ser cualquier cosa menos una interlocutora.

“Yo soy prostituta, ¿tenés algún problema?”, dijo Natacha Jaitt en la mesa de la rubia de las nueve décadas y plantó su lugar de enunciación en esa zona de las locas que se mueven en las penumbras pero sin el brillo de ninguna fantasía: lo hizo desafiante, como quien abandona el armario en el que estaba a medias confinada –tanto así que nadie se atrevió a llamarla de esa manera, apenas “mediática esperpéntica”, entre otros lindos motes–. Natacha es una mujer y ser mujer y ser loca es otro riesgo, otro precio, otra amargura a la que tal vez le faltó la complicidad histórica de las travas para resistir a la policía y a la violencia de los machos, la de las maricas que jamás renegaron de su deseo. No es que las mujeres reneguemos, cada vez menos, pero la base del iceberg de lo que somos todavía acumula más rivalidades y orgasmos fingidos para conservar al tipo que te abra la pista de baile que exploraciones entre nosotras para forjar la lengua común de nuestro deseo, de nuestra complicidad.

Pero esta loca arquetípica de quien se espera que prenda fuego a la pantalla plana del sábado a la noche o a cualquier matrimonio más o menos vistoso –¿no es eso lo que hacen las putas en el esquema clásico del contrato patriarcal y heterosexual? Calmar al varón, consolarle su desdicha o su insatisfacción, poner el morbo para poner a salvo a la señora de su casa hasta que en el enriedo él pueda perder a la buena de la historiade la que se esperan menos goces que vestidos mostrables en las fiestas de la empresa–, dijo una verdad, sin dudas: dijo que de los pibes abusados en los semilleros de los clubes fútbol nadie se preocupaba. O casi nadie, habría que aclarar, porque de hecho hoy existe una denuncia y un proceso penal que ya tiene personas detenidas aun a pesar de que mediáticamente y judicialmente las voces de las víctimas, varones pobres, morochos jóvenes en situación de encierro por perseguir un sueño que les salve la vida, sea puesta en duda, relativizada; lo de siempre cuando la voz del débil se levanta y acusa.

¿Y de los pibes? ¿quién habla?

La corporación de los buenos muchachos, los mismos que se reían –y quién dijo que dejaron de hacerlo– con los chistes del Bambino Veira, condenado por el abuso de un menor, los que carcajearon cuando el hoy principal acusado de sostener una red de trata de varones jóvenes, Leonardo Cohen Arazzi, dijo que le había pagado a los jugadores de las inferiores de All Boys para que Ricardo Fort gozara de ellos; esos muchachos no hablan de sus congéneres abusados, no. Ellos hablan de su trayectoria, de su honor, de sus familias, si no estuvieran como antecedentes los descargos de Ari Palluch –¿Cuándo dejó de tener un programa al aire todos los días?– y de Juan Darthés hablando de su vida sexual dentro del matrimonio para dar cuenta de que no necesitarían abusar a nadie, capaz que los buenos muchachos, los de ahora, los que no se nombraron más que por iniciales pero se reconocieron perfectamente, podrían haber acudido también a la satisfacción de sus sacrosantas camas consagradas por el Código Civil o la fiesta de blanco para dar dejar bienclara, bien en contraste, su heterosexualidad obligatoria. Ellos hablan de ellos, se protegen entre ellos, llaman a las entidades a las que pertenecen; el canal donde trabajan, la asociación de periodistas, la fraternidad de los buenos muchachos.

La lengua de la loca no tiene ninguna infalibilidad de base, pero cómo se desgarran vestiduras cuando la mueve. Y cómo se la castiga cuando hiere.

En una nota en La Nación se apuntó que mientras en Canal 13 Natacha Jaitt hablaba en código para señalar a los grandes hombres probos del show bussiness, en Telefé la invitada era otra loca que también se puso a contar secretos a lo traidora sobre quienes le pagaron para estar en su cama en un libro que dedicó a su abogado. Es un dato a tener en cuenta en tiempos en que lo personal se develó como estrictamente político y en que las noticias del ágora política se leen ahora en clave de chimentos así como en los ‘90 se leían en clave de policiales ¿O no se terminó la sesión en el Congreso en la que el ministro de Finanzas, Luis Caputto, exponía sobre su accionar después de que éste le pasara “en privado”un papelito casi romántico a la diputada Gabriela Cerruti? ¿Qué clase de desfasaje es ese, qué parte de la cotidianidad que tiñe el aire de violeta feminista se perdió el ministro? “Actué como padre”, se excusó después, porque en el papelito nombraba a sus hijas. Fue un león defendiendo cachorros con los pisos inmaculados alrededor y la basura bajo la alfombra o en la punta de la birome.

¿Y de los pibes abusados? ¿Quién habla?

Hablamos las putas, las feministas, las maricas, las travas; hablamos las locas como venimos hablando desde siempre y desde el margen la mayoría de las veces aunque ese margen haya desbordado y esté tomando el centro y obligue a los buenos muchachos a construir sus propias represas cuerpo a cuerpo, uno contra otro porque saben que ya no es lo mismo, que a fuerza de hablar estamos cambiando la base del iceberg de nuestra socialización como mujeres y como disidentes de los impolutos pactos sociales patriarcales para tejer otras alianzas, unas que permitan, por ejemplo, que de los pibes abusados, como sea, sí se hable.