Introducción del libro El enigma sexual de la violación, de Inés Hercovich, Biblos, Buenos Aires, 1997

A lo largo de sus vidas, una de cada cuatro mujeres sufre un ataque sexual que puede terminar en violación. La cifra es constante en los países occidentales del Primer Mundo. La superan sólo México y Colombia, que ostentan más delitos violentos que cualquier otro. El hecho se extiende. El problema es grave: toda mujer corre el riesgo de formar parte de ese 25%, de manera que la amenaza actúa como toque de queda sobre su vida. Generalizado y constante, al mismo tiempo que pertinazmente desmentido, el peligro provoca un miedo subrepticio, casi imperceptible, que llega a formar parte del ?ser femenino?. Para protegerse, las mujeres estrechan espacios, horarios, actividades; modelan preferencias y anhelos. El panorama autorizó a la pionera en el tema, Susan Brownmiller, a definir las violaciones como actos de terrorismo al servicio de la dominación masculina. Aun cuando la vida diaria transcurra en la ignorancia de los ataques sexuales, y ello haga que esta consideración parezca excesiva, su índole y cuantía habilitan a tomarlos como asaltos en una guerra de guerrillas embozada pero activa. También lo justifica verificar el terco desconocimiento o el conocimiento interesado con el que todos y especialmente ?los que saben?, o sea, los profesionales del derecho, la medicina y la psicología, colaboran en el silencio que existe alrededor del tema.

De la violación sexual saben las mujeres que, bajo amenaza, debieron entregar sus cuerpos al uso voraz de uno o varios hombres. Saben a pesar de de la dificultad para distinguir qué les estaba pasando en el mismo momento en que lo que sucedía hacía estallar sus cabezas y los recursos que disponían para entender mostraban su ineptitud. Ellas aprendieron que lo más íntimo puede convertirse en un medio de pago vil para conservar la vida o evitar daños físicos quizá irreversibles. Su aprendizaje continuó luego cuando, para pensar, quisieron precisar recuerdos, buscaron palabras y tonos que reflejaran lo vivido de modo de acotarlo y pacificarse y hallaron que no sólo éstos no alcanzan sino que traicionan. Y culminó cuando tuvieron pudor y, sobre todo, miedo de hablar, presintiendo (con razón) que encontrarían oídos pobres de oficio y grandeza. Con el caos inicial y la soledad posterior se trama la mordaza que calla a las víctimas y hace vulnerables al resto de las mujeres. El problema va más allá del miedo a hablar (posiblemente compartido por víctimas y victimarios) y la mala intención o la pereza del mundo restante. Hablar y escuchar es más difícil de lo que parece.

Se consuma una violación o se hace el amor: no hay reglas que indiquen una diferencia cierta en la posición de los cuerpos a tomar, ni en el sitio, la hora o el estilo de los protagonistas. Apatía y fervor tampoco resultan signos fieles: no son patrimonio exclusivo de la intimidad deseada o consentida ni de la forzada. Ni la parquedad corporal ni el gesto brusco, ni siquiera la palabra cariñosa o la soez son elementos definitorios: pueden quedar de un lado o de otro de este límite que parece correrse, difuso, borroneando la posibilidad de separar el acto sexual criminal del permitido.

Así describe Laura Klein el nudo de la dificultad que afecta a protagonistas y testigos. Para resolver este enigma con pretendida ?objetividad? la única definición disponible es la legal y ayuda poco. La misma propone que una violación tiene lugar cuando el pene de un señor penetra en la vagina de una mujer o en el ano de ésta o de otro hombre, y ello ocurre bajo amenaza o intimidación, contra la voluntad y sin el consentimiento de la parte pasiva, cualquiera sea su sexo. Así, el ?maldito policía? que interpreta Harvey Keitel en la película homónima no es un violador aunque, a punta de pistola, protegido por su insignia, amenazando con detener a las dos jovencitas que usaban el auto del padre sin que éste lo supera, las haya obligado a que, sentadas en el interior el vehículo mientras él las increpa de afuera, una se quitara la bombacha y se mantuviera en posición de mostrarle el trasero y la otras moviera la boca como haciendo una fellatio, al tiempo que él las mira y se masturba. Tampoco es un violador el marido que, luego de sofocar a su esposa con la almohada, harto de que ésta patee la pelota para adelante porque sentía terror de la desfloración, la desvirga con el mango de una escoba. En ambos casos hay amenaza, forzamiento de la voluntad, está en juego el sexo. Para la ley, sin embargo, ninguno es una violación. No importa que estas víctimas compartan con cualquier mujer, reglamentariamente violada según el código, los mismos decisivos sentimientos: el miedo a la muerte propia o ajena (a veces la amenaza se dirige a un hijo, por ejemplo) o al de una violencia que deje inscripta una marca visible del estigma, humillación impotencia, odio y asco. El problema no consiste en que las precisiones impuestas por la ley sean inadecuadas. Ocurren los hechos requeridos y ello tampoco alcanza para decir que hubo una violación. ¿Acaso no son las mujeres afectas al sufrimiento? ¿No gozan un tanto con el maltrato? ¿Por qué pensar que no consintieron? Por otra parte, ¿no las caracteriza el despecho y un ánimo vengativo? Siempre es posible que estén mintiendo.

En la raíz del dilema ?¿se consuma una violación o se hace el amor?? y de la imposibilidad de hacer algo con éste, se halla, siempre molestando, una escabrosa y rebelde indiferenciación entre la escena erótica y una violación. ¿Cómo superar este estorbo que produce tantas incomodidades, enojos y dolores? Hay quienes dicen que no es posible, acentúan el embrollo y sacan provecho de él usando un procedimiento canalla: disminuyen el valor de la amenaza y terminan haciendo que la violación desaparezca tras la escena erótica. Hay otros, en cambio, que se empeñan en fijar con precisión una frontera aferrándose a la idea de un mundo feliz y saludable donde bueno y malo, placer y dolor, amor y odio, se excluyen mutuamente y es fácil separar la paja del trigo. El problema con éstos es que la vida raramente satisface sus exigencias. Entonces, tras el esfuerzo por identificar qué está bien y qué mal, resulta que casi no hay trigo. Y cuando todo está mal, nada lo está.

Lo cierto es que, quiérase o no, machos y hembras son extraños entre sí. La diferencia sexual es inapelable y la distancia que separa a mujeres y varones puede achicarse apenas. Sin embargo, ambos se necesitan para ser y ninguno se resigna a quedarse solo. Se desean y se buscan pero también se odian y alejan. Ansiosos de poseerse, los dos urden encuentros aunque sepan que, en el fondo, nunca tendrán del otro todo lo que esperan. Ligados por las forzosas lealtades subterráneas que impone la ?lógica de lo viviente? (tal vez en el comienzo de su ocaso), mujeres y hombres necesitan tenerse confianza. Aunque sepan que, paradójicamente, confianza y entrega también habilitan para la mutua traición y el daño irreparable y que ningún enemigo puede ser más peligrosos que el compañero. El miedo mutuo llama tanto a la guerra como al armisticio y a la reconciliación. El amor cobija al odio; el odio cobija al amor. Por suerte, para bien del descanso y del resto de cosas que hay que hacer en la vida, la guerra de los sexos, como cualquier otra guerra, cuenta con combatientes que ?portan en sí un pequeño traidor que quiere comer, beber, amar y ser dejado en paz?. De batalla en batalla, de armisticio en armisticio, mechada con momentos de dulce sosiego, se despliegan las historias amorosas y pasionales de hombre y mujeres junto a otras mansas y acogedoras rutinas.

La idea de la guerra entre los sexos dejó de ser popular. Hoy, el encono, los celos, el afán posesivo, cedieron paso a la tolerancia, la comprensión, el compañerismo. Sólo queda perfeccionar los términos de la armonía y complementariedad a fuerza de diálogos cuya franqueza garantizaría el fin de esas pasiones indeseables y otras cizañas tales como la rivalidad, la frustración, el hastío, el miedo al abandono o a quedar atrapado. Se piensa la pugna sexual como enfermedad. Ni siquiera como el producto del fracaso del amor (un divorcio tormentoso es signo de inmadurez). Mucho menos como su origen o, aunque más no sea, como un momento de su despliegue. Y se la confina al mundo de las telenovelas, el cine, la literatura donde es lícito que sucedan cosas que en la vida de un simple mortal serían condenables expresiones de neurosis. La nueva ?normalidad?, que dio lugar a tantos libros de autoayuda, permite a hombres y mujeres hacer como si no supieran que, en muchos idiomas, la palabra amor ?designa al mismo tiempo el acto de dar y el acto de tomar, la caridad y la avidez, la beneficencia y la codicia? . Que, hecho carne, Eros es ?celo, ebriedad y agitación? e inocula prejuicios, vanidades y despechos. Pero sobre todo autoriza a ignorar que, según Sergei Moscovici, ?antes de que la sexualidad sea social, es la sociedad la que es sexual?. Tales los términos con los que este antropólogo desafía a quienes reniegan de la ?fisiología del deseo? operando en las cavernas del ser humano. A la sombra del predominio masculino, material y simbólico, que los varones supieron proveerse, la fuerza de esta fisiología los convirtió en conquistadores, a las mujeres en trofeos y produjo guerras como la de Troya. También hizo del cuerpo de éstas la arena donde los hombres dirimen quiénes, entre ellos, son los vencedores y quiénes los vencidos. Ya advirtió la Biblia que los adanes, deseosos de descendencia que los perpetúe y multiplique sus riquezas, codician mujeres ajenas. Por su parte, Claude Lévi-Strauss mostró que el tabú del encesto no es sino la obligación de ir a buscarlas en la tribu vecina, no siempre por medios pacíficos ni mediante cortejos gentiles. Tal vez muchas guerras de la historia hayan perseguido un único y mismo fin: la posesión de las mujeres, sus riquezas y productos. Esto es, los hijos y la paz del hogar para el reposo del guerrero. El tema se las trae.

?Un pueblo está vencido cuando el alma de sus mujeres fue puesta de rodillas?. Así reza un dicho de una tribu india que habitó el oeste norteamericano, mostrando su conocimiento de que la violación sexual de las féminas es estrategia informal pero básica de la guerra entre hombres, junto con el saqueo de los bienes, la matanza de los ancianos y el robo de los hijos. En las guerras se viola en público, ante la vista de los hombres vencidos y de otras mujeres, todos ellos también destinatarios morales del oprobio. En los vientres de las derrotadas el semen del enemigo mezcla las sangres y perpetra un etnocidio limpio de sangre, incruento. Al principio, entre los hombres y las mujeres que quedan de rodillas fluye la piedad. Y la corriente solidaria salva el alma de los cuerpos ofendidos. Recientemente dieron fe de ello las mujeres musulmanas de Bosnia y los hombres sobrevivientes. Sin embargo, aquietado el furor guerrero y el resentimiento, reabsorbidos en la vida normal, resurge, como si tal cosa, la guerra primitiva, como sucedió en Argelia. Y la batalla se traslada a otos campos: calles, oficinas, medios de transportes, reuniones sociales, escenarios habituales donde hombres y mujeres ejercitan el pavoneo indiscriminado de sus cuerpos. En esos decorados, sonrojos, guiños cómplices, gestos de ostentosa indiferencia ?emblemas de ?feminidad?- pueden ser tanto las señales de una amable invitación a conocerse, como la luz verde que indica disponibilidad sexual sin límite. Depende quien sea el hombre que los interprete. En la noche o a plena luz del día, aunque siempre bajo el amparo de momentos o espacios recoletos, esos escenarios pueden convertirse, junto a zaguanes, escampados, ascensores y la propia alcoba, en los lugares donde un macho dominador y empecinado fuerce una voluntad contenida en un cuerpo poco apto para afirmarla.

Para dominar el llamado tiránico de los cuerpos, hombres y mujeres levantaron, con éxito, la ?barrera del lenguaje?, se crearon como personajes e inventaron historias. En este empeño ?por razones que, por ahora, sólo parecen inquietar a las feministas- las evas quedaron del lado de los victimarios o predadores y ellos del lado de las víctimas o presas. El arreglo provee argumentos que sirven al sexo fuerte para justificar sus abusos en defensa propia. Entre otros ?ella? es una vagina dentada eternamente deseante e insaciable; o un poder detrás del poder, subrepticio y maligno, capaz de seducir hasta la locura o la muerte. La fuerza de esta versión es tal que sojuzgar a una mujer llega a hacerse imposible. Con estas definiciones que la hacen a ella siempre victoriosa y a él un eterno derrotado, ¿cómo entender que tantas veces se sometan mujeres con armas de juguete? ¿O con el engaño y la seducción? La creencia sirve también para ignorar que las violaciones sexuales son, en su mayoría, el fin de un proceso que se parece más a una celada sutil y a una estafa que a un arrebato intempestivo y brutal. Muy pocas personas saben que lo más frecuente es que un violador y su víctima arriben amablemente y sin violencia a ese punto de difícil retorno donde él desnuda su intención y se revela dispuesto a todo. Y que recién entonces, cuando ya es tarde, sobrevenga en la mujer una precaria conciencia de lo que puede ocurrir. Esta forma de ver las cosas mantiene en la oscuridad hechos no sólo indicados por las estadísticas sino reconocidos por los propios hombres que han violentado mujeres y han podido admitirlo (una ínfima parte, vale aclarar). Por ejemplo: las mujeres recatadas, indefensas, débiles invocan con mayor frecuencia el deseo de violar que las desafiantes o descocadas. El descuido de los hechos genera un clima general de suspicacia contra las víctimas que resulta cruel. Más cruel aún si el malhechor es algún personaje ?insospechable?, tal como el mejor amigo del marido, el suegro, el padre. En esos casos las humilladas ven sumarse perjuicios y multiplicarse la zozobra porque no sólo la intimidad dejó de ser abrigo sino que se extiende la intemperie: la familiaridad entre el agresor y la víctima da razones para desconfiar aún más de ésta.

La perspectiva ?masculinista? del problema deja a las mujeres muy mal paradas. ¿Cómo hablar para que les crean? ¿Con quién hablar que no se erija en juez de sentencia y las culpe desde el vamos? ¿Dónde hallar apoyos para procesar lo padecido en un medio que, al mismo tiempo que define la violación como un acto excepcional, vandálico y aberrante, digno de la mayor de las condenas, cuando se ocupa de la violación concreta desliza sin escrúpulos las argumentaciones por la pendiente de lo erótico e invierte los lugares de víctima y victimario? ¿Cómo redimirse cuando a su alrededor la violación puede tan fácilmente ser una conducta justificable, cuando no el producto de la imaginación malsana, resentida o lujuriosa de ellas? Que el equívoco aceche no debería significar que el enigma se resuelva siempre en contra de las mujeres. Existe inquina. Y hechos que la testimonian. Según los países, se denuncian una de cada diez o veinte violaciones (la mayoría de las cuales corresponden a mujeres menores de edad). Y se condena a menos del 10% de los acusados (en general, a los confesos). Sin embargo, mejorar la situación no implica, ante todo, corregir estos guarismos. Antes sería mejor escuchar a las víctimas sin desconfiar de ellas. Luego, abstenerse de indicarles los caminos para su redención. En estos temas son obligatorias la humildad y la cautela.

?La vida buena está más allá de la justicia?, dice Agnes Heller. Igualmente se confía demasiado en el marco jurídico como el terreno donde dar batalla por cambiar la condición de las víctimas. Por eso se alienta la denuncia como si nada. Hay en ello más de un riesgo. El peor tal vez sea caer, sin quererlo, en la tergiversación escuchando de las mujeres principalmente aquello que justifique y/o facilite la acción política/pública. (Con frecuencia, esto les sucede a quienes aspiran a dirimir de una vez y para siempre esta belicosidad que une a los sexos.) Denunciar implica, además, someterse a reglas procesales que dicen que un ultraje ocurrió y corresponde su denuncia si éste cumple el único requisito de ser comprobable según los criterios exclusivos y excluyentes de un orden legal que es esencialmente ?masculinista?. La ley, que es igual para todos, no afecta a sus súbditos del mismo modo. ?Todos tienen prohibido pernoctar bajo los puentes?, ironiza Anatole France. Hubo veces en que ni siquiera la verdad alcanzada por la confesión del culpable aseguró que se hiciera justicia.

Denunciar las injusticias y los sometimientos enquistados en las instituciones es parte necesaria de los esfuerzos por equilibrar el poderío del sexo habitualmente perdedor. Pero no lo es todo ni mucho menos. Darle un lugar de privilegio a la denuncia empuja a las mujeres que fueron víctimas de violaciones sexuales a hacer lo mismo y, a las que no lo hacen, a sentirse en falta. Y si bien existe en muchas la voluntad de hacer público el ataque sufrido y buscar por ese medio la reparación, también es frecuente la necesidad de recato y silencia, que es ?ni culpable, ni temeroso, sino de supervivencia. Un silencio rumoroso de apetito de vivir?. De unas y otras se aprende que saldar la cuenta es una meta inalcanzable. Con relación a lo vivido tanto la palabra como el silencio son, al menos en algún sentido, intrínseca e inevitablemente injustos: si ?el que calla otorga?, el que habla, fatalmente vuelve razonable lo irrazonable, justifica lo injustificable. No hay caminos mejores que otros y todas las elecciones merecen igual consideración y respeto.

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